El peso de la historia y
de las circunstancias es innegable. Desde todo punto de vista que aspire a
analizarse algún asunto de interés público, ambas perspectivas permiten trazar
el sendero por donde deben encausarse los debates francos y aportadores.
No es problema de hoy,
aunque lo parezca. El periodismo útil, y entiéndase como tal no únicamente al
periodista como sujeto, sino al resultado de su labor, ha constituido necesidad
para el progreso de la nación. Allá a finales del siglo XVIII, cuando comenzaba
a hacerse común el ejercicio del periodismo, estuvo siempre matizado por el
interés de diferenciarse de aquel que se hacía en la Metrópoli.
Con claro sabor criollo,
en el siglo XIX asumiría la prensa responsabilidades importantes dentro de la
formación de la nacionalidad cubana. El punto culminante de su utilidad estuvo
en la obra martiana, quien entendió como pocos, el papel que le corresponde a
cada hombre en su tiempo.
Resulta curioso, cuando
menos, la lectura de aquel texto que un joven José Martí escribiera en el
Diablo Cojuelo el 19 de enero de 1869:
Nunca supe yo lo que era público, ni
lo que era escribir para él, mas a fe de diablo honrado, aseguro que ahora como
antes, nunca tuve tampoco miedo de hacerlo. Poco me importa que un tonto
murmure, que un necio zahiera, que un estúpido me idolatre y un sensato me
deteste. Figúrese usted, público amigo, que nadie sabe quién soy: ¿qué me puede
importar que digan o que no digan?
Asocia el naciente periodista
al ejercicio de la escritura el concepto de público, tanto en la acepción
referente al destinatario del mensaje como a aquella que define el espacio en
que se da el debate. No teme tampoco a que su mensaje pueda generar
murmuraciones ni zaherir ni promover falsas idolatrías. Por sobre todo eso pone
el compromiso de ser consecuente, de asumir el deber que a la prensa corresponde
en el entorno público.
Porque para Martí, allá en
el lejano 1869:
Esta
dichosa libertad de imprenta, que por lo esperada y negada y ahora concedida,
llueve sobre mojado, permite que hable usted por los codos de cuanto se le
antoje, menos de lo que pica (…)
Defiende entonces el derecho a decir lo que incomoda, lo
que levanta roncha porque se sustenta en la verdad. Aunque moleste a algunos, entiende
necesaria a esta última para azuzar a quien no reconoce el estado de cosas.
Mas,
volviendo a la cuestión de libertad de imprenta, debo recordar que no es tan
amplia que permita decir cuanto se quiere, ni publicar cuanto se oye.
Porque la prensa debe decir sobre lo que se quiere y se
oye, porque le corresponde el compromiso con la verdad pública, con la utilidad
de la palabra. He ahí uno de los principios fundacionales del periodismo
cubano: la utilidad de la palabra puesta en función del interés público.
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¿Pero del interés público de quién? ¿De aquellos que
representan unos pocos en posiciones empoderadas, con acceso a los espacios que
multiplican su voz y les hace erigirse en verdades incuestionables? ¿O acaso la
prensa debe encargarse de aquellos asuntos de interés público, entendiendo a
este como la mayoría que vive y padece las necesidades de la nación?
En su conocido poema Abdala, dedicado en espíritu y
esencia a la recién iniciada gesta libertadora del 10 de octubre de 1868, bajo el
título agrega José Martí a modo de aclaración necesaria: “Escrito expresamente
para la Patria”. He ahí otro gran deber de la prensa cubana.
Ya en Lecturas de Steck Hall, en la ciudad de Nueva York,
el 24 de enero de 1880, alertaba el avezado orador:
El deber
debe cumplirse sencilla y naturalmente. No a un torneo literario, donde justen
el trabajado pensamiento y la cuidada frase,—no a recoger el premio de pasados
y presentes dolores, que por ser menos graves que los que otros sufrieron, más
que enorgullecerme, me avergüenzan;— no a hacer destemplada gala de entusiasmo
y consecuencia personales vengo,—sino a animar con la buena nueva la fe de los
creyentes, a exaltar con el seguro raciocinio la vacilante energía de los que dudan,
a despertar con voces de amor a los que—perezosos o cansados— duermen, a llamar
al honor severamente a los que han desertado su bandera.
Sabe bien Martí, y así lo insiste una y otra vez, que el
deber es de todos y corresponde a todos un papel importante. Para ello los
convoca, los orienta, les escribe:
Esta
no es sólo la revolución de la cólera. Es la revolución de la reflexión. Es la
conversión prudente a un objeto útil y honroso, de elementos inextinguibles,
inquietos y activos que, de ser desatendidos, nos llevarían de seguro a grave
desasosiego permanente, y a soluciones cuajadas de amenazas. Es la única vía
por [la] que podemos atender a tiempo a intereses que están a punto de morir,
que son nuestro único elemento de prosperidad económica, y que nada tienen que
esperar de intereses absolutamente contrarios.
La prensa tiene en sí misma el deber natural de velar por
los asuntos de interés público. Del desconocimiento de esto nada bueno ha
aprendido la nación, ni en tiempos pasados ni presentes. No puede construirse
modelo de país alguno, sin el debate general y generalizado de esas cuestiones
que, a veces abstractas y otras muy particulares y concretas, atañen a todos
como conjunto.
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Nada bueno puede lograrse tampoco si se permite que sean
otros, en nombre de intereses contrarios, quienes ocupen espacios que corresponden
a la prensa cubana, bien por ineficacia de esta, bien por complacencia, bien
por incumplimiento de su deber primero que, ¿alguien lo duda?, consiste en ser
el ojo avizor, la voz común y la espada pública. No puede la prensa rehuir de
su deber ni acomodarse ni confiar en que otros hagan lo que le corresponde.
Como asegura José Martí en su Discurso en Steck Hall,
recogido en las Obras Completas y que presumiblemente daría a conocer en el
propio año de 1880:
La
opinión enérgica es tan poderosa como la lanza penetrante: quien esconde por
miedo su opinión y como un crimen la oculta en el fondo del pecho y con su
ocultación favorece a sus tiranos, es tan cobarde, como el que en lo recio del
combate vuelve grupas y abandona la lanza al enemigo.
El pecado de disentir, por Eduardo Pérez Otaño |
El país de la siguaraya, por Isely Ravelo Rojas |
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