Isadora Duncan: siete estampas ¿de una femme fatale? - La letra corta

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15 de marzo de 2019

Isadora Duncan: siete estampas ¿de una femme fatale?


Por Eduardo Pérez Otaño

I
Quizás Benoît Falchetto abrió la puerta del automóvil Amílcar con despreocupación mientras Isadora observaba a aquel admirador insistente. Quizás también le extendió la mano para ayudarla a situarse como copiloto en un recorrido que prometía. Quizás incluso le sonrió justo antes de iniciar la marcha. A fin de cuentas, llevaba consigo una verdadera leyenda del arte mundial, una mujer mucha mujer.

Muy probablemente seguía riendo aún después de mirar a su derecha y no verla allí. Ya Isadora no estaba, había perdido a la gran Isadora Duncan y no pudo hacer nada. La buscó, sin dudas, pero ya no estaba allí. No entendía.

El automóvil iba a toda velocidad cuando la estola de fuerte seda que ceñía su cuello empezó a enrollarse alrededor de la rueda, arrastrando a la señora Duncan con una fuerza terrible, lo que provocó que saliese despedida por un costado del vehículo y se precipitara sobre la calzada de adoquines[1]. Pero Benoît seguía sin entender nada de lo que sucedía. Quizás por eso se detuvo mucho después de haber comprendido que algo no estaba bien. No había sido un espejismo el haberla conocido, ni tampoco que aquella noche se sentara a su lado: ¿o había sido su imaginación?

Así fue arrastrada varias decenas de metros antes de que el conductor, alertado por los gritos, consiguiese detener el automóvil. Se obtuvo auxilio médico, pero se constató que Isadora Duncan ya había fallecido por estrangulamiento, y que sucedió de forma instantánea[2]la noche del 14 de septiembre de 1927 en Niza.

Quizás, siempre quizás, la afectación puede ser peligrosa[3].

Al otro lado del Atlántico los periódicos llorarían la trágica muerte y su leyenda resurgiría de las cenizas en que se había convertido su propia vida. Aquella mujer que describían los grandes rotativos no era la misma que había salido, siendo aún una niña, de suelo estadounidense para arriesgarse a la desconocida Europa; ni aquella que había llegado a Grecia para capturar los suaves movimientos de las esculturas perfectas; ni la que se reprocharía no haber perdido la virginidad con aquel joven apuesto que ni siquiera intentó tocarla nunca.

Tampoco hablaron de la mujer que Benoît Falchetto subió a aquel auto una noche en Niza, la última noche. Isadora no era aquello, o quizás sí. Todo era posible en la vida de aquella mujer insondable, ¿o era un ángel? ¿o un demonio?

Se liberaba al danzar
Se liberaba la mar
Fue muy violenta su vida
Y violento fue el final de Isadora Duncan[4].

Y aún más. ¿Cómo podemos escribir la verdad sobre nosotros mismos? ¿Es que acaso la conocemos? Hay la visión que nuestros amigos tienen de nosotros; la visión que tenemos de nosotros mismos, y la visión que nuestro amante tiene de nosotros. Hay también la visión de nuestros enemigos. Y todas ellas son diferentes[5].

No busquemos la verdad insondable. Tratemos, pues, de hurgar en su visión sobre ella misma y sobre la leyenda que se empeñó en construir a lo largo de sus cincuenta años. ¿Era la visión de los otros? ¿Era quizás la modelación de una diosa griega? ¿O acaso una femme fatale en toda la extensión del término? No lo sabremos nunca, porque las leyendas se construyen a retazos, como la propia vida.

II
El desastre parece acompañarle incluso desde su concepción. La familia no era tal. El padre banquero perdió interés en aquella mujer que había tenido ya cuatro hijos, incluyendo a aquella pequeña maniática[6] a la que habían nombrado Ángela Isadora y que llevaba por apellido Duncan. Y al abandonarlos les dejó la pobreza, mucha pobreza.

Su primer recuerdo es el fuego. Ser lanzada por los aires. Sentir los brazos fuertes de un policía. El calor, el olor a quemado, el rojo intenso. La casa ha quedado reducida a las llamas y no tienen dónde vivir. Ese será su signo. Y el fuego que conoce solo puede ser apagado a orillas del mar.

Nací a la orilla del mar, y he advertido que todos los grandes acontecimientos de mi vida han ocurrido junto al mar[7]. Allí busca refugio, en lo infinito del océano que bordea San Francisco. No podía haber mejor lugar para nacer aquel 27 de mayo de 1877. Cuando el padre se fue, por fin, a ella le quedaba el mar.

Mi primera idea del movimiento y de la danza me ha venido seguramente del ritmo de las olas[8]Y cree haber nacido bajo la estrella de Afrodita, la diosa griega hecha de espuma. El mar siempre me ha atraído, en tanto que las montañas me infunden un sentimiento de malestar y un deseo de huir; me dan la sensación de que soy prisionera de la tierra[9].

Isadora Duncan no puede ser aprisionada por nada ni por nadie, ni siquiera por ella misma. Las olas le infunden seguridad. Ninguna es igual a la anterior ni hace creer que la siguiente lo será. Nada es estático en el mar y, sin embargo, todo es perfecto, bello. Mi vida y mi arte nacieron del mar[10].

Donde otros hubieran situado el origen de una desastrosa vida, Isadora coloca la semilla de la creación. Agradece, pues, la pobreza extrema de la infancia. Cuando podía escaparme de la prisión de la escuela, era libre; podía vagar sola, a la orilla del mar, y seguir mi fantasía. ¡Qué lástima me dan los niños seguidos constantemente por sus ayas, constantemente protegidos, cuidados y vestidos con elegancia! ¿Qué vida es la suya?[11].

Por fortuna contaba con una madre descuidada. Así, la pequeña vagaba a su antojo. A esa vida salvaje aseguraba deberle la inspiración de su arte y su independencia. Nunca estuve sujeta a esos continuos “niña, no hay que hacer esto ni lo otro”, que hacen miserable la vida de la infancia[12].

Su madre, ya convertida al ateísmo más radical luego del abandono del esposo, decidió imponer la norma de la verdad por sobre todas las cosas. -Los Reyes Magos no existen, les contó una noche. El único remedio contra la pobreza es la verdad. Los sentimentalismos carecen de sentido. -Yo no creo en los Reyes Magos, gritó una Isadora Duncan de cinco años frente a toda la clase, -y tampoco quiero sus bombones, le replicó a la maestra cuando esta dijo que los regalos solo eran para los que creían.
Yo no creo mentiras[13].

III
En la menor de los Duncan todo fue rebeldía. Era ella rebelde y revolucionaria desde su primera hora. No recuerdo de ningún sufrimiento que tuviera por causa la pobreza de nuestro hogar. A nosotros nos parecía muy natural esa pobreza[14]. La fuente de su sufrimiento no estaba en aquello de lo que carecía:  donde yo sufría era en la escuela, únicamente. Para un niño sensible y orgulloso, el sistema de la escuela pública es tan humillante como el de un penal. Yo siempre estaba en rebeldía[15].

Al preguntar un día si tenía padre, solo recibió por respuesta que había sido un demonio que destrozó la vida de su madre. En eso pensaba, quizás, cuando a los siete años abrió la puerta y un señor le preguntó por la señora Duncan. -Soy su hija, le respondió Isadora; -Soy tu padre, le replicaría aquel desconocido.

Frente a la obstinación de la familia, ella aceptó sus regalos y sus dulces. Incluso años después lograría que la madre aceptara un último regalo: una casa que poco duraría. Tan poco como la nueva fortuna de su padre, perdida por cuarta ocasión. Vivimos en la finca muy pocos años; fue un cobijo de náufragos, un cobijo entre dos viajes tomentosos[16].

Por entonces la pequeña Isadora enseñaba a bailar a toda una corte de otros pequeños, haciéndose de un nombre en San Francisco. Su afán por la lectura la volvería aun más inteligente e independiente. -Su danza no sirve para el teatro. Es mejor para una iglesia, le contestó el primero de los directores a los que acudió con sus propuestas. Otro apenas la miró y le dijo: -Pues tiene usted cara de no saber hacer nada.

Vagarían por San Francisco y por Nueva York. Sin dinero, sin posesiones y sin comida, lo poco que les quedaba lo perdieron en otro fuego. Solo una idea rondaba la cabeza de aquella muchacha: es el destino. Debemos irnos a Londres.

IV
Allá en San Francisco, en una tierra lejana ahora, había conocido a Iván Miroski, el que creía ella, sería uno de los grandes amores de toda la vida. Polaco emigrado, la había cortejado con insistencia e Isadora había encontrado en él al padre que nunca tuvo. Hasta que un día conoció que aquel hombre estaba casado y tenía familia justo allí, en Londres, donde ahora vive.

Al enterarse de la muerte de aquel hombre sintió el impulso de buscar a su esposa, y la encontró allí, en un colegio de niñas que regentaba desde hacía años, a la espera de que su esposo hiciera fortuna en tierra americana y la mandara buscar. No entendía Isadora cómo era posible que aquella mujer se hubiese consagrado a una vida de espera, y no hubiera seguido al hombre a como diera lugar.

Nunca, ni entonces ni más tarde, he podido comprender por qué, si uno desea hacer una cosa, no la hace. Ello me ha proporcionado desastres y calamidades; pero, por lo menos, me ha dado la satisfacción de realizar mi capricho[17]. Justo en sus lecturas había encontrado ella sustento a su rebeldía y explicación a la familia imperfecta que había conocido desde su nacimiento.

Aquellos personajes que tomaban forma en su cabeza respondían a familias felices en su mayoría. Eran esposas sumisas y obedientes. Alegres de servir a sus esposos y a sus hijos. Pero ella no miraba ahí, sino en esos otros personajes medio ocultos: en la muchacha que quedaba sin casarse, en el hijo que llegaba por sorpresa y en el infortunio de la madre soltera.

Ahí sentaría el fundamento más revolucionario de su vida y de su danza: decidí, de una vez para siempre, que consagraría mi vida a luchar contra el matrimonio y en favor de la emancipación de la mujer y de los derechos de toda mujer a tener uno o varios hijos cuando le plazca, sin mengua de su honor[18].

V
El ballet que fue su arte, nombre y fama le ganó
Y el amor fue su estandarte: el hombre fue su pasión[19].

Dueña de sí misma, Isadora se entregaba con libertad al amor. Nada común le complacía. Ya lo había visto casi todo en aquellos libros que de niña le prestaban en la biblioteca de San Francisco o en las lecturas de su madre. O quizás en aquel amor que nunca existió (o que nunca pudo ver) entre su madre y su padre.

Los jóvenes normales me aburrían abrumadoramente, y aunque en aquel tiempo había muchos que después de verme bailar en los salones de Londres hubieran deseado hablarme o entablar amistad conmigo, me mostraba yo tan orgullosa, que en seguida los decepcionaba[20].

Un farmacéutico la sorprendió paseándose frente a su farmacia. Días antes una casi niña Isadora había quedado prendada de aquel joven tan apuesto. Decepcionada al verlo casarse unos meses después creyó encontrar el amor de su vida en Miroski, un polaco emigrante al que decidió dejar atrás para irse, primero a Nueva York y luego a Londres.

Y comienza acá un largo repertorio de amores, posibles e imposibles, pensado e impensados, platónicos o terrenales, fuentes todos del arte de Isadora Duncan. Uno de aquellos, André Beaunier, la cautivó con buenos libros y mejor compañía. La llevó entonces a conocer París, Notre-Dame, la ciudad del arte y del amor. El joven, por demás escritor, tomaría uno de aquellos paseos para una de sus novelas: yo bailando a lo largo del sendero, atrayéndole como una ninfa o una dríada y escapándome con risas[21].

Rendida decidió que era preciso romper toda frontera. Ir más allá de los paseos y la lectura. Dueña de sí, como ninguna otra, se dispuso. Una tarde me las arreglé para enviar a mi madre y a Raimundo a la opera y estar sola. Aquella tarde compré clandestinamente una botella de champán. Adorné una mesita con flores, con champán y dos vasos, y me puse una túnica transparente, coroné mis cabellos con rosas y así esperé a André. Me creía una Thais[22].

Asombrado, el hombre no tocó siquiera el champan. Bailé en su obsequio, pero él parecía distraído y, finalmente, me dejó de súbito, diciendo que tenía que escribir muchas cosas que era preciso terminar aquella tarde. Me dejó sola con las rosas y el champán, y lloré amargamente. Cuando piensa usted que entonces era yo joven y notablemente bella, les será difícil encontrar una explicación a este episodio[23].

Herida en su amor propio, decidió lanzarse a los brazos de otro amigo, compañero del poeta que había roto todos sus planes. -Por fin despierto a la vida, creyó Isadora la noche en que llegaron a un hotel reservado a nombre de la señora y el señor X. Repentinamente, el amante se retracta: - ¿Por qué no me dijo usted antes? ¡Qué crimen voy a cometer! No, no, usted debe continuar siendo pura; vístase enseguida.

(…) enferma, destrozada, aturdida, me encontré de nuevo abandonada en la puerta de mi estudio, en un estado de gran desaliento. Mi joven y rubio amigo no volvió nunca. Salió al poco tiempo para las colonias, y cuando le encontré años más tarde, me dijo: ¿Me ha perdonado usted? Pero, ¿de qué?, le contesté yo[24].

VI
Tendida aquí en mi lecho, en el Negresco, quiero analizar eso que llaman Memorias. Siento el calor del sol del mediodía: Oigo las voces de los niños que juegan en el parque vecino. Barrunto el calor de mi propio cuerpo. Dirijo la mirada hacia mis piernas desnudas, mientras las estiro; hacia la dulzura de mis senos, hacia mis brazos que nunca están quietos, sino que flotan en suaves ondulaciones, y me doy cuenta que estoy cansada desde hace doce años[25].

Es tarde, como cualquier otra tarde. Los besa. Ve cómo se alejan con la nana que los llevará a alguna parte. A cualquier parte. París carece de todo peligro. Aun recuerda el último beso antes de que salieran para siempre. Porque el Sena o quizás La Sena, que en francés tiene nombre de mujer, se los tragó. Un golpe de timón los lanzó a todos a sus aguas para ya no salir.

Hoy al mirar hacia el pasado, no puedo comprender mi extraña situación espiritual de aquel momento. ¿No será que logré un estado tal de clarividencia que comprendí en seguida que la muerte, y que aquellas dos pequeñas imágenes de cera no eran mis hijos, sino únicamente los vestidos de mis hijos, y que mis hijos vivían y vivirán eternamente?

No cabe en sí. Grita cuando le dicen que han muerto. Confía cuando L. le asegura que lo resolverá. Todo se soluciona siempre. Espera en la misma escalera donde los despidió. Espera frente a la puerta verlos entrar riendo a la vuelta de un largo recorrido por París. Espera a que le cuenten cómo cayeron al agua y salieron. Reirán juntos con aquella pequeña gran aventura y se irán a la cama.

La gran Isadora Duncan su arte al mundo brindó.
Su vida fue una tragedia, pero su baile triunfó[26].

En esa misma cama donde ahora escribe sus memorias y piensa, cree saber cómo aquella noche pudo sobrevivir a sus hijos. Desde entonces nunca ha sido la misma. Ni el arte la puede salvar.

VII

Es finales de 1916 o inicios de 1917, lo único seguro es que es invierno. Hace frío en La Habana, si cosa semejante fuera posible. Apenas algunas semanas, quizás meses, vivió Isadora Duncan en aquella isla perdida del Caribe, a donde los médicos le aconsejaron que fuera a recuperarse en la más estricta privacidad luego de la muerte de sus hijos en 1913.

No hubo publicidad sobre su presencia en tierras caribeñas ni funciones ni entrevistas. Pero no pudo deslindarse de la sociedad habanera que pretendía recibirla, estar cerca de la leyenda viva que habían conocido mediante la prensa. Para entonces, su aura trascendía el viejo continente y llegaba a América, incluso al Caribe con una fuerza indetenible.

Ya antes había viajado a Argentina, donde un público difícil la recibió. Había bailado el himno argentino, como mismo lo había hecho tiempo antes con La Marsellesa. Las obras de Wagner (alemán) no sentaron bien a la pulcra sociedad en plena Primera Guerra Mundial. En medio de una función, cuando los espectadores no cesaban de hablar entre ellos, lo detuvo todo y les increpó sobre su poca capacidad para entender el arte. No son más que indios y negros, les dijo y marchó hacia Uruguay, donde la recibirían con los brazos abiertos y el mayor de los éxitos.

En Cuba, sin funciones ni pompa, conoció a Rosalía Abreu. Y los monos la sorprendieron. Visitamos una casa que estaba habitada por una dama de las más rancias familias cubanas, que tenía la manía de los monos y los gorilas. El jardín de la casona estaba lleno de jaulas, donde guardaba a sus animales favoritos. Era esta casa uno de los sitios más curiosos para visitantes. La dueña dispensaba a estos la más pródiga hospitalidad. Los recibía con un mono sobre el hombro y con un gorila que llevaba de la mano.

Caminando un día muy cerca del mar, luego de un largo paseo, cuentan que se acercó a un café habanero donde un pianista ebrio tocaba a Chopin. Embelesada, Isadora no pudo contenerse. Se envolvió en su capa y bailó hasta el amanecer, por ella, por sus hijos y por la vida.

VIII

Para 1927 Isadora había amado y sido amada. Incluso, hay quienes afirman que el poeta ruso Serguéi Esenin se suicidó ante la imposibilidad de perpetuar aquel amor en nombre del cual habían contraído un efímero matrimonio. Quizás un amor similar, pero de otro tipo, llevó a Plutarco Elías Calles a mover cielo y tierra para que la bailarina tuviera su nicho en el panteón de San Fernando. Allí está la tumba vacía con una fecha equivocada, quizás porque no podía morir en 1927, quizás porque no podía morir nunca.

Se había enfrentado también a todos los fantasmas, los de la vida y la muerte, los del amor y el desamor, los de la riqueza y la pobreza. Había asombrado al mundo con su arte como ninguna otra mujer lo había podido hacer en su época y había revolucionado el mundo de la danza para siempre. Había hecho lo impensable: tener dos hijos siendo madre soltera, ser dueña de su cuerpo y de su vida, construir su propia leyenda a su antojo.

Seis años antes había recibido un telegrama: “El gobierno ruso es el único que puede comprenderla. Venga a nosotros. Haremos su escuela”[27]. Y allá se había ido ella. ¿De quién procedía este mensaje? ¿Del infierno? No; pero de un lugar que se parecía mucho al Infierno: del Gobierno de los Soviets de Moscú, y al contemplar a mi alrededor la casa vacía, sin mi Arcángel, sin esperanza y sin amor, contesté: “Sí, iré a Rusia y enseñaré a vuestros niños, sin ninguna condición, salvo la de que me proporcionéis un estudio y el dinero y el dinero preciso para mi trabajo[28]”.

Había hecho de su vida su más auténtica creación
                      
Isadora formó la liberación.
Isadora Duncan, leyenda que no murió[29].





[1] Obituario publicado por The New York Times, el 15 de septiembre de 1927 (en lo adelante, todo lo señalado en cursiva corresponden a citas textuales con sus respectivas notas al pie de página)
[2] Ídem
[3] Comentario atribuido a la escritora norteamericana Gertrude Stein en relación a la causa de muerte de Isadora Duncan.
[4] Fragmento de la canción Isadora Duncan, leyenda que no murió, de la cantante cubana Celia Cruz.
[5] Fragmento de Mi vida, memorias escritas por Isadora Duncan. Las citas correspondientes a este texto hacen referencia al libro publicado por Editorial Losada en Buenos Aires en 1938, con traducción de Luis Calvo. En lo adelante se señala el nombre del libro y el número de la página. Mi vida (p.7).
[6] Así afirma la propia Isadora que le decía su madre de pequeña, por no parar de moverse de un lado para otro.
[8] Ídem
[9] Mi vida (p.14)
[10] Ídem
[11] Mi vida (p.14)
[12] ídem
[13] Mi vida (p.15)
[14] Mi vida (p.16)
[15] Mi vida (p.17)
[16] Mi vida (p.19)
[17] Mi vida (p.51)
[18] Mi vida (p.20)
[19] Isadora Duncan, leyenda que no murió, canción de Celia Cruz.
[20] Mi vida (p.56)
[21] Mi vida (p.64)
[22] Mi vida (p.65)
[23] Ídem
[24] Mi vida (p.66)
[25] Mi vida (p.11)
[26] Isadora Duncan, leyenda que no murió, canción de Celia Cruz.
[27] Mi vida (p.292)
[28] Mi vida (p.293)
[29] Isadora Duncan, leyenda que no murió, canción de Celia Cruz.

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