El doctor Sergio Márquez Jaca durante el análisis de las características métricas de un cráneo para determinar el sexo y la raza |
Muchas veces se aventuró en montes,
cuevas, cementerios y conventos, desentrañando la historia que la naturaleza
custodia con recelo, algo que no sospechan sus alumnos de Medicina, Derecho y
Estudios Socioculturales. De ello dan fe cuadros colgados en la sala-comedor de
su casa: memorias gráficas de expediciones espeleológicas y hasta de un
recorrido por los dólmenes de la Sierra de Alarar, en España; las ruinas del
cafetal Santa Catalina, en Soroa, plasmadas en una plumilla del pintor Léster
Campa, y un calendario maya.
Cuando comenzó a estudiar Medicina, el
doctor Sergio Márquez Jaca descubrió primero la necesidad de vincularla a la
espeleología y, después, a la antropología. Empezó a buscar libros, folletos… y
un día se presentó en la Universidad de La Habana ante la persona mejor
preparada en esa materia, el doctor Manuel Rivero de la Calle. Ser alumno
ayudante de Medicina Legal y una especie de aprendiz adjunto al doctor Rivero
le permitió asistir a conferencias y consolidar el aprendizaje.
Lo cierto es que aquel principiante
terminó por hacer prospecciones arqueológicas en alrededor de 14 sitios e
investigaciones histórico-antropológicas —premiadas en eventos provinciales y
nacionales de Patrimonio—, que lo hicieron merecedor en 2007 de la distinción Capitana
Isabel Rubio, por su contribución al rescate de la historia local, y en
septiembre de este año del Premio Luis Montané, que otorga la Unión Nacional de
Historiadores de Cuba (UNHIC), en reconocimiento a su labor arqueológica
dedicada a la historia.
Este hombre, especialista de Segundo
Grado en Medicina General Integral, me recibió en su vivienda, en el municipio
artemiseño de Candelaria, e insistió en que llegara puntual al encuentro
porque, aunque estaba de vacaciones, durante la tarde tenía previsto visitar a
un paciente.
Al llegar, Sergitín, su hijo de siete
años, me invitó a compartir la programación de la tele mientras la abuela
explicaba que «Sergio no tarda, fue a comprobar la recuperación de un vecino.
Así es siempre, sale a atender a cualquiera que lo necesite».
«Cuando adolescente, las novelas de
aventuras de Julio Verne despertaron en mí un espíritu de exploración, de
búsqueda…», rememora Sergio mientras iniciamos la conversación.
«Por otro lado, las historias de mi
padre sobre sus viajes al cabo de San Antonio como buscador de tesoros y las
películas de Indiana Jones me condujeron por los caminos de la espeleología.
Creo que en ello hubo algo genético. Tal ímpetu de soñar con esos mundos… es
como quien se descubre pintor o cantante.
«A principios de 1980 nos reunimos un
grupo de interesados en el campo de la espeleología. Y en viajes de fines de
semana y durante los períodos de receso docente, iniciamos esa aventura con
intenciones definidas.
«Dividíamos el año en dos períodos: el
de gabinete y el de exploración. Durante los meses de lluvia no nos
adentrábamos en cuevas por temor a las inundaciones, pero aprovechábamos para
realizar las investigaciones documentales. Así aprendí técnicas de excavación
arqueológica, a hacer mediciones en una caverna, a trabajar con un mapa…
«Esto devino en pasión y, de manera
autodidacta, fue inevitable incursionar en la arqueología y la antropología.
Mis estudios fueron sistematizándose; asistí a cursos de posgrado en la
Universidad de La Habana, y desde 1985 integro la Sociedad Espeleológica de
Cuba».
—¿Cuál fue su primer estudio
antropológico? ¿Qué significó?
—El primero fue en 1985, cuando
hallamos los restos de la esclava del cafetal San Ramón de Aguas Claras, en
Soroa. Lo considero como el trabajo consagratorio, porque resultó correcto, y
luego el doctor Rivero así lo corroboró. Entonces comprendí que podía hacer
antropología.
El hallazgo de la osamenta de un
cimarrón en una gruta del cañón del Río Santa Cruz, en San Cristóbal, fue otro
descubrimiento de especial significación para el doctor Sergio. En el argot
antropológico los restos óseos reciben nombres. «A estos los bauticé como
Felito, porque así se llamó un negro aguador conocido. Me involucré
profundamente en su estudio, por lo que hizo aquel cimarrón: escapó de
maltratos, de un barracón, se hizo libre y murió libre», evocó.
Precisamente para fotografiarse con
los restos de Felito —instantánea que muestra en las paredes de su casa— lució
cuello y corbata, una de las tres ocasiones en que lo hizo, además de para su
casamiento y como padrino de la boda de un boliviano, estudiante de Medicina.
«Creí que el vestir de ese modo para
acompañarlo era como dignificar la rebelión de los esclavos, como rendirle
merecido tributo, porque Felito pudo haber sido Antonio Maceo, Quintín
Banderas…».
—¿Qué momentos de las experiencias en
campaña le resultan inolvidables?
—La solidaridad, las grandes amistades
que fortalecí y los momentos de peligro. Participé en dos grandes rescates de
espeleólogos, unos atrapados en el cañón del río Santa Cruz y otros en una
gruta conocida como Los Perdidos. Tuve que bucear para llegar donde los heridos
y en ambas situaciones aplicar mis conocimientos médicos. Un susto importante
fue también en una cueva inundada de Viñales. Ahí corrimos contra el reloj y,
con el agua casi a los hombros, conseguimos salir.
«Y bueno, desde el punto de vista
territorial, aunque solo por motivos más bien teóricos en algunos lugares, la
posibilidad de recorrer Cuba, de conocerla mejor para quererla más».
Se considera una persona realizada,
especialmente por haber forjado una familia; entonces habla con orgullo de su
hija, graduada de Estomatología, y sobre Sergitín, a quien le fascinan los
dinosaurios; ¿quién sabe?, quizá cuando crezca lleve una mochila con brocha,
picoleta, brújula, linterna, casco y —como su padre— se ausente unos días de
casa para retomar sus aventuras con la historia y continuar revelando el
pasado. (Por Darianna Reinoso Rodríguez,
tomado de https://gotasderomerillo.wordpress.com)
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Comente acá... porque somos de letra corta: