Las pirámides de
Teotihuacán compiten en majestuosidad con las construcciones más imponentes de
cualquier parte del mundo. Cuesta creer que fueron levantadas por
civilizaciones precolombinas sin previo contacto con la moderna y avanzada
Europa del Medioevo tardío.
Frente a la Pirámide del Sol se siente uno el ser más
pequeño del universo, indefenso ante la grandeza del trabajo colectivo, ante el
ingenio humano capaz de sortear todos los impedimentos logísticos e
ingenieriles para devolvernos obras grandiosas.
Allí, caminando por la misma avenida que une a la del Sol
con la de la Luna, donde tantos desfiles militares y ceremonias religiosas se desarrollaran,
me pregunté ¿qué hubiese sucedido si toda la historia estuviera al revés: si la
vieja Europa hubiera sido conquistada por los avanzados aztecas o mayas, si una
de las carabelas hubiese llegado a costas españolas comandada por el inca
Atahualpa, si todo cuanto creemos saber hoy estuviera del revés?
Sentado en lo alto de la pirámide del Sol imaginé un
mundo rindiendo culto a los astros, quizás con sus ceremonias donde la ofrenda
humana constituiría el sumun de la
unidad hombre-naturaleza, donde lo bello fuera la piel mestiza, los colores
fuertes, las plumas de aves, donde las lenguas dominantes fueran el maya, el
quechua...
O un mundo a lo chino, a lo sioux antes de que el invasor
inglés acabara con casi todo vestigio de su presencia, quizás a lo árabe. Un mundo
donde el concepto cultural globalizado fuera otro, tal vez tan impuesto como el
europeo, a lo mejor más plural, menos dominante.
Muchos de nuestros paradigmas, creencias arraigadas y
transmitidas de generación en generación, sustentan sus verdaderas raíces en patrones
culturales cuyos orígenes nos son ajenos. En un mundo donde se globaliza todo,
la cultura es como el agua del río por donde navegarán las naves de los nuevos
conquistadores. Y estos abrirán nuevos canales, desecharán unas corrientes y
promoverán otras, generarán sus propios diques, porque es en este campo donde
mejor se puede dar la conquista.
Somos colonizados culturales cuando pensamos en los
códigos que otros quieren que sustenten nuestro pensamiento. Códigos culturales
globales, distribuidos por los medios de comunicación, las transnacionales, el
mercado, la publicidad...
En la medida en que preservemos nuestras pirámides y más
que estas, nuestras prácticas rituales entorno a ellas, que nos reconozcamos
globales pero únicos, que sepamos defender nuestras propias prácticas en
diálogo con lo universal, en que podamos mirarnos a nosotros mismos e
identificarnos sin necesidad de acudir a recursos foráneos, en esa medida
dejaremos de ser colonizados mentales.
Que nuestras pirámides sean defendidas como templos
sagrados. Que los cantos preconizadores de buenaventuras no nos hagan recibir
con regalos a quienes luego espada mediante nos harán sus esclavos, que otros
no construyan en unos pocos días sobre lo que ha tardado en armarse cientos de
años.
La guerras de hoy, en este país que se abre al mundo de
un modo nuevo, no está en el discurso vacío o en la consigna panfletaria; no
está en la lucha contra el mensajero ni en los manuales pasados de moda, está
en nuestras universidades, en los teatros, en la televisión de carácter social,
en los libros que educan e instruyen, en donde se genere un pensamiento
cultural previsor, autóctono, sólido.
Miro nuevamente desde esta cima a la que tantos aztecas
subieron creyéndose inexpugnables en lo militar, fuertes en lo religioso,
protegidos por la naturaleza. Observo sus calles y a lo lejos las otras
ciudades como esta, todas vacías, y pienso en la suerte que han tenido de no
haber sido sepultadas como tantas otras bajo las iglesias europeas. Pienso en
los aztecas como una cultura, una civilización poderosa, aunque hoy solo queden
vagos recuerdos y mucho silencio. (Por
Eduardo Pérez Otaño, imagen de: www.kaosenlared.net)
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