Por
las calles de Pinar, con apenas nueve o diez años, mi hermana y yo andábamos
por lo barrios cercanos vendiendo cuanto nos caÃa en las manos. En estos dÃas,
mientras rememorábamos todos los aguacates, mameyes, caramelos, coquitos,
merengues, entre otros productos que integraban la oferta, me confesó estar
avergonzada de aquellos dÃas.
Foto: Alejandro A. Madorrán Durán |
Entre risas recordamos más de una
ocasión en que alguien nos ha parado en alguna esquina de la ciudad y sin
mediar apenas un saludo nos dice eso de “cómo han crecido… Me acuerdo de cuando
andaban por ahà luchando la vida” o la otra parte en que te recuerdan “cómo han
pasado trabajo ustedes” y aquello de que “ahora no hay quién les haga un
cuento”.
Cada esquina, cada barrio, cada gente
de aquella que nos vio “luchar” la vida a nuestra manera nos recuerda,
insistentemente que, aunque pobres, nunca nos conformamos. Mis padres
trabajaban a todas horas, en el empleo estatal o en un pedazo de tierra, o
donde apareciera, para complementar el salario. Nosotros hacÃamos nuestra
parte. Éramos felices.
La primera vez que llegué al Turquino
fue por Granma. Nos fuimos a buscar la cima más alta de este paÃs. Allá por
Providencia, un pueblecito pequeño e intrincado entre tantas montañas, entre
tanta humildad, dormimos la noche que bajamos de la loma.
La casa tenÃa apenas un cuarto con dos
camas. Ni lujos ni televisión. Por ducha tuvimos el rÃo que pasaba por el patio
y por cama, aquella que tocaba a las dos pequeñas que ampliaban la familia.
Comimos su comida, con mucha manteca y sincero ofrecimiento.
El sueño de la mayor de las hijas, nos
confesó, era “usar un champú de esos que te dejan el pelo lisito, lisito, como
en las novelas”; el de ella, la dueña y señora de la casa, nos lo comentó
frente al fogón de leña: “tener una olla eléctrica, de esas donde se cocina el
arroz, sin que se me llene de humo la ropa”.
Nunca reÃmos tanto. Ni aquella noche
en que como occidentales desafortunados chocamos con el caballo amarrado en el
patio mientras intentábamos llegar al rÃo para bañarnos ni la tarde en que
rememoraba con mi hermana las veces que en tiempos de frÃo, sobre todo en aquel
diciembre inacabable, mi papá se apareció con la idea de poner una hornilla con
carbón encendido en el cuarto para calentarnos, porque las ventanas tapaban
poco y la puerta no llegaba al piso.
No le temo a la pobreza. La he mirado
de cerca. Nos hemos hecho compañÃa. Insisto: no a la pobreza fÃsica, material.
Hemos sido felices mientras no nos ha faltado todo un mundo de riquezas
espirituales. Y no es que lo primero no haga falta, es que lo segundo es
imprescindible. (Por Eduardo Pérez
Otaño)
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