Carlos hubiera muerto en el accidente. Era su primer
viaje al extranjero y le correspondÃa un vuelo que nunca llegarÃa a su destino.
El retraso de la visa le salvó la vida. Sin embargo, Carlos está lejos de Cuba
y después de muchos años se ha atrevido a decir que su hogar son los
aeropuertos. Las alturas ya no le preocupan.
Prefiere la competencia con el aire: los
grandes saltos. Supo que querÃa hacerlo desde que vio a Terrero bailar en el
teatro Zaydén de Pinar del RÃo. A partir de esa noche de 1988, además de
recibir clases de ballet, sentirÃa cada giro, cada paso, cada movimiento.
Seis años antes
su padre lo habÃa obligado a matricular en la escuela de L y 19, en el Vedado
habanero. Era una alternativa que asumÃa Pedro, el camionero, para que su hijo se alejara de los peligros
del barrio Los Pinos. Y Carlos se aburrÃa, inventaba todas las indisciplinas
posibles y constantemente pedÃa que lo sacaran de allÃ: querÃa ser futbolista
como Pelé y bailar break dance con sus amigos en el Parque Lenin o en los
alrededores del Almendares.
¿Qué artista se
atreverÃa a ausentarse a una función en la Sala GarcÃa Lorca del Gran Teatro de
La Habana? Carlos lo hizo. Estaba jugando al comefango, una de sus diversiones preferidas. No le interesaba el
ballet, pero sus profesores estaban interesados en él. En la vida de Carlos,
siempre existieron casualidades para marcar su destino y personas para guiarlo
en el mundo del arte. Por eso fue a parar a Pinar del RÃo cuando en La Habana
se cansaron de sus rechazos. Para la
capital volverÃa regenerado y traerÃa consigo, para siempre, la inspiración de
aquel salto de Terrero.
Años después,
mientras se preparaba para interpretar el Quijote, junto a los bailarines del
Houston Ballet, Carlos comprendÃa que su mundo habÃa crecido: “Pusieron fotos
gigantescas de Lauren y mÃas en algunas vallas de la ciudad, y todas las
mañanas me desviaba en el camino hacia el teatro para pasar por delante de una
de ellas. A veces hasta me detenÃa en la cuneta y miraba hacia arriba, sin poder
creer que aquel bailarÃn sostenido en el aire fuera yo”.
Ha sido una vida
demasiado rápida para creérsela con tanta ingenuidad. Incluso a Carlos, le ha
costado trabajo aceptar su propia historia. Desde Los Pinos hasta El Vedado,
desde Londres hasta Houston, o desde el Ballet del Teatro Marinsky, de San
Petersburgo hasta el American Ballet Theatre de Nueva York: su vida es
demasiado densa, demasiado cruel, demasiado vida.
Quizás por eso
asumió el reto de nunca mirar atrás, como le decÃa su Papito. Sin embargo,
Carlos era invitado a las fiestas reales y por la noche tenÃa pesadillas con su
hermana Berta… Carlos vestÃa un traje Prada y un reloj Cartier de oro con
cristal de zafiro y al mirarse en el espejo, aquellos seis mil dólares de su
atuendo lo hacÃan pensar en un apartamento para su familia… Carlos puede bailar
como el aire, interpretar a Espartaco y ganar el premio Benois de la danza,
vivir en Londres durante 16 años, ser reconocido por la Reina Isabel II… Carlos
Junior puede convertirse en Carlos Acosta o Air Acosta, como prefiere llamarlo
la prensa, pero siempre será el Moro de Los Pinos.
Ya no se
repetirán aquellos sufrimientos por el infarto cerebral de su madre o los dos
años de cárcel de su padre, ya no sentirá los gritos de sus hermanos, en los rincones
de una casa humilde y estrecha… Quizás solo le quede alguna molestia en su
tobillo izquierdo: tres operaciones dejan huellas, aunque los entrenamientos
sean diarios y el público no descubra el dolor sobre el escenario. Carlos ha
perdido y ha ganado. Se ha ido el tiempo
y han venido otros tiempos.
Dice que pronto
volverá a Cuba para vivir, para descansar, para enseñar a otros. Lo veremos
entonces sobre las tablas de muchos teatros. Ya no nos brindará funciones de
ballet clásico, pero la danza contemporánea puede ser una alternativa después
de 41 cumpleaños. Carlos Acosta volverá. Y en Cuba, el aire tendrá un nuevo
nombre. (Por Laura Barrera Jerez, publicado en www.radiorebelde.cu)
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