Por Eduardo Pérez Otaño
Las lógicas de la
historia suelen ser implacables. Si fundamentamos el razonamiento en la mera
superficialidad saltan a la vista secuencias de hechos y fechas que poco
aportan al entendimiento de la evolución de las ideas. Resuelto por Carlos
Marx, en el análisis de los sucesos desde sus causas y condiciones hasta sus
efectos, así como en la lógica de los procesos, puede entenderse y, mejor aún,
sustentarse lo que a cada época corresponde hacer.
En la esencia de la
nación cubana subsisten esos hilos conductores que explican lo que somos hoy,
lo que aspiramos a ser como sociedad. Ha correspondido desde siempre a los
intelectuales estar en la vanguardia, entendida como la posibilidad de modelar
la secuencia de ideas que unidas a las circunstancias concretas de cada época
enciendan las llamas de la transformación.
Quizás Francisco de
Arango y Parreño no comprendió en su justa medida la tarea que le correspondió
cuando en el Discurso sobre la
agricultura de La Habana y medios para fomentarla, debió exponer públicamente
las aspiraciones de una generación marcada por el temor al negro y las
contradicciones con una Metrópoli cuyas políticas económicas, en lo
fundamental, entorpecían el natural tránsito hacia otro modo de organización. Allí
debió presentar la lógica de pensamiento de una naciente generación intelectual
cuya consolidación se fraguaría en el primer cuarto del siglo XIX.
Sería esa la génesis
indiscutible de la primera de nuestras guerras. No hay dudas que en las
aspiraciones reformistas de aquel grupo de criollos adelantados se fraguó la
cimiente de un interés superior; y aún más, se dio inicio a una tradición
intelectual que persiste en lo más intrínseco de la nación cubana. De aquellas
aspiraciones reformistas, devenidas por sus propias deficiencias e inconformidades
en necesaria convicción independentista, surgió una generación aún más radical
que marcaría en lo más profundo la concepción de cubanidad.
Cuando no fue tiempo ya
para debates ni discurso, mucho menos para tímidas reformas que beneficiaran a las
élites, se fue este país detrás de un grupo de hombres decididos que se echó su
destino a las espaldas. Y luego del combate, la paz vergonzosa: había terminado
el primero de los ciclos, el momento fundador.
Cincuenta años tuvieron
que pasar para que otro movimiento intelectual comenzara a gestarse. Esta vez
en su más fecunda etapa debido a la conducción del más genial pensador cubano y
nuestroamericano. Pero no correspondió solo a José Martí la nueva tarea, otros
integrarían el grupo de pensamiento que buscaba, ya en lo pasado, ya en el
presente colonial, ya en la aspiración futura, la alternativa más viable.
Con la obra intelectual
de Martí se cimentó la otra guerra, la necesaria e imprescindible, esa que demandaba
la nación para remover sus cimientes. Destinada al triunfo, culminaría sin
embargo en similar estado que la anterior, incluso más penosa situación.
Sucedió lo que describiera de modo magistral un veterano de las lides independentistas,
el viejo Máximo Gómez Báez, cuando escribió que tristes se iban los españoles,
y más tristes nos quedábamos nosotros al ver cómo otra fuerza más poderosa
sustituía a la anterior.
De tal modo, con
República y sin independencia real, no sería hasta cincuenta años después de
que Martí iniciara su descomunal tarea intelectual, que vendría otra generación
a reavivar el debate necesario y la senda creadora. Correspondió echar a andar
los engranajes de este nuevo ciclo a Julio Antonio Mella y su reforma
universitaria, a la vanguardia integrada por Baliño, a Rubén Martínez Villena,
a quienes se organizaron en el Grupo Minorista, al sector que reconocía en la
cubanidad la única fuente posible de energías para lo que debía avecinarse por
fuerza de la historia.
Veinticinco años más
habría que esperar luego de la frustrada revolución del 33, cuando el pueblo se
deshizo del mayor de sus tiranos para permitirse a otros menores, pero no menos
peligrosos. Luego de la caída del gobierno de los Cien Días se tardaría otro
cuarto de siglo en alcanzar una Revolución liberadora, de nuevo tipo y signo ideológico:
ya no reformista, tampoco antiesclavista. Ya no solamente agrario y
antimperialista, sino socialista y bajo los designios de Marx.
El debate intelectual de
los sesenta, rico en matices y profundidad, no fue más que la cúspide de aquel
iniciado a finales del siglo XVIII por un grupo de buenos cubanos que entendían
la nación en su sentido más inmediato y personal.
Como la historia no se
equivoca en sus propias y naturales circunstancias, fue poco menos de cincuenta
años después de aquel movimiento universitario, que volvió a formarse una
generación intelectual genuinamente cubana. A ella le correspondió superar y
reponerse de aquello que se dio en llamar Quinquenio Gris y que no fuera más
que el acotamiento ideologizado de un pensamiento que debió, bajo las lógicas
de la Revolución misma, permitirse e incluso afrontarse.
Acorralada en su propia
estrategia, con la renovación institucional y política en torno a un nuevo
ordenamiento que tuvo su momento más importante en la adopción de la
Constitución de la República, correspondió a la intelectualidad y a la nación
toda volcarse a la tarea de consolidar lo que ya había sido iniciado, e incluso
de crear más y mejor.
En ese sentimiento generalizado
de triunfo definitivo, de convencimiento histórico de tener y compartir la
razón, de comprensión profunda de que con la Revolución se cerraba un ciclo de
fracasos independentistas, no pocos creyeron culminada la misión. La tarea del
intelectual entonces se desvaneció, quizás no tanto en sus apariencias como sí
ocurrió en sus esencias mismas. Ya el cuestionamiento no podía ser del orden de
lo que definiera Noam Chomsky, aquello de que los intelectuales debían tener la
capacidad de mostrar los engaños de los gobiernos, de analizar los actos en
función de sus causas, de sus motivos y de las intenciones subyacentes.
No había tales engaños
que justificaran el deber del intelectual bajo la lógica de Chomsky, y un nuevo
papel, impuesto o autoasumido, fue colándose intrínsecamente de modo que, a la
vuelta de otro cuarto de siglo, cuando el tercer milenio se asomaba a nuestra
puerta, no había ya rastro de debate público sobre el país al que aspirábamos y
al cual, cabe suponer, creíamos haber llegado bajo el signo de la más
draconiana lógica.
La implacable fuerza de
las circunstancias de los noventa nos hizo despertar. Ya sin tiempo para
replanteos, por la urgencia de la supervivencia misma, los rezagos de todo
debate debieron ser sustituidos entonces por brazos fuertes y decididos para
producir lo que esta nación debía comer.
No dudaría en calificar
a la Batalla de Ideas, como la denominara Fidel Castro, en el intento más claro
y urgente por reavivar la llama del debate intelectual en Cuba. La historia en
su lógica marcaba las campanadas y era hora de que la Revolución misma tomara
cartas en el asunto. Pero otra vez el acotamiento y la conducción excesiva, la
confusión entre creación intelectual y política, la limitación y el marcado de
los terrenos que debían pisarse, así como el señalamiento de los caminos por
los que transitar, desviaron lo que pudo ser verdadera y esencialmente
fructífero.
Cincuenta años después de
aquel movimiento intelectual iniciado en los sesenta henos aquí. Justo es decir
para quien aún no lo reconozca en toda su magnitud, que otro ciclo se abre para
la nación. El natural recambio generacional, la vida misma en su realidad y la
lógica evolución de las aspiraciones colectivas, nos colocan frente al momento
justo en que, comprendiendo otra idea del propio Chomsky al definir la
responsabilidad de los intelectuales como mucho más profunda que la tarea de
los pueblos, dado los privilegios únicos de que gozan, corresponde a estos el
papel de vanguardia.
Es hora de regenerar la
nación, de reavivar la llama, de reconstruir planes y rehacer caminos.
Corresponde al hombre de las metáforas, ese que bien definiera Cintio Vitier
como imprescindible, desafiar a la comodidad, enfrentar la confianza
inmovilizante, y replantear el debate.
Sin los poetas, los
artistas, los pensadores, que son lo más pueblo del pueblo, y no otra cosa, no
habría Patria que defender- y agregaba Vitier- todos sabemos lo que hay que
defender; y que no es lo que llamara doña Tula un “ídolo”, sino la intensidad
que nos sustenta.
En los primeros
cincuenta años fue el reformismo devenido en decidida convicción de
independencia. En otros cincuenta la construcción de un concepto profundamente
cubano de Patria y nación. Las siguientes cinco décadas devinieron en
recuperación de la experiencia pasada y en replanteo de la estrategia para el
triunfo. Medio siglo más y fuimos a parar al medio de una vorágine creadora que
hoy demanda de la intelectualidad la asunción del deber supremo de decir, como
lo asegurara Cintio Vitier, las palabras seminales que todos los días amanecen
como pájaros que lo fueran a la vez de la naturaleza y de la historia.
Dígase lo que se diga,
ese papel solo puede corresponder al intelectual en su condición de natural
representante de las aspiraciones colectivas. No se trata de una tarea de orden
únicamente política, sino de pensamiento, de viva creación, de parto
originalísimo. Hay que reavivar a ese gigante adormecido, despertarlo del sueño
profundo y cómodo, ahora que aún queda tiempo, antes de que el momento
histórico se cierre en un ciclo fatal y desconocido. (Publicado originalmente
en www.jovencuba.com)
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