Foto: Alejandro A. Madorrán Durán |
Por Eduardo Pérez Otaño
Hace
dÃas apenas duermo. Aunque el sueño normalmente puede ser un lujo para mà desde
hace más de dos años, una preocupación me desvela: ¿Cómo pagar setenta dólares
de alquiler?
Acabo
de graduarme de la Universidad. Tras dieciocho años de estudio he pasado de la
burbuja universitaria a la más dura realidad en apenas un abrir y cerrar de
ojos. La ceremonia en el Aula Magna fue el último atisbo de la felicidad tÃpica
del universitario que cree, falsamente, que la vida real puede ser una
continuidad de las despreocupaciones que nos ofrece el Alma Mater.
Y
no solo el precio de los taxis ha subido estrepitosamente. Las rentas se
especializan con mayor frecuencia cada vez en el creciente turismo extranjero,
cerrando puertas y posibilidades a los nacionales, quienes, tras mucha búsqueda
y semanas de desespero, nos decantamos por la “mejor de las posibilidades”,
siempre la más barata.
La
cuenta es simple: la media de los salarios ronda en el mejor de los casos los
veinte dólares, poco menos de un tercio del alquiler. Para compensarlo decido
asirme a un pequeño privado, y en las manos de una cafeterÃa particular he
caÃdo. Al menos tres noches a la semana, compartidas o en competencia con el trabajo
diurno, contribuyo con el enriquecimiento de este pujante sector a cambio de mi
fuerza de trabajo y de colaborar con el incremento del capital, más la
plusvalÃa, la enajenación y el resto de las cosas marxistas que pudieran
venirme a la mente ahora.
Luego
decido emprender un intento de negocio privado. Me arriesgo a dar clases
particulares, sin licencia para evitar los descuentos de la ONAT, los que
pudieran poner en riesgo el próximo mes de renta. Y aunque no sale mal del
todo, sigue siendo insuficiente.
En
los pocos espacios que esta ajetreada vida de post universitario me permiten,
aprovecho algunos trabajitos rápidos, legales o ilegales, que agreguen algunos
pesos convertibles al fondo mensual.
Aun
asÃ, el desvelo me persigue. El acto de tomarme un jugo en este intenso calor
de verano puede convertirse en un momento agónico, cuando mi otro yo, el que
lleva las cuentas del mes, comienza a martillarme que cinco pesos son cinco
pesos, y que con esa cantidad a lo mejor, y con suerte, puedo comprar el
paquete de croquetas que garanticen media semana de acompañamiento al perenne
arroz blanco.
Por
lo pronto, tal y como muchos de mis compañeros, tengo que vender mi talento y
mis capacidades en el mercado, al mejor precio posible, que no es mucho, pero
es algo. Y de paso olvidarme de eso de la enajenación, de las necesidades
espirituales, culturales, de realización… En esta balanza de la vida tanta
teorÃa nos puede jugar una mala pasada.
Ahora
escribo, o eso intento, para algunos medios. La mayorÃa de ellos no le
interesan mucho mis crÃticas o son inaccesibles a pesar de todos los intentos.
Los pocos que sÃ, contribuyen al “fondo de tensiones” en que se ha convertido
esa alcancÃa mensual. Por suerte se multiplican los que conjugan posibilidades
para la realización periodÃstica y justa retribución.
Y
para despejar me llego hasta el malecón de esta Habana que me ha adoptado.
Aprovecho entonces para pensar en aquellas clases de filosofÃa, de economÃa
polÃtica del capitalismo y del socialismo, en aquellos felices años de universitario.
Entonces pienso en la letra del trovador, donde nos recuerda uno de los
carteles de mayo del 68: Marx ha muerto, Dios no existe. (Publicado en www.eltoque.com)
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