Miro
mi reloj y siento que Virgilio me desafía. Casi todos tenemos un mañana, a las
siete con seis minutos de la tarde…
Foto: Laura Barrera Jerez |
Tengo mi
propia Patria y aquí está el influjo de tanta pertenencia. Me adueño de lo que
sufro para construir lo que deseo. Son condiciones básicas para mi felicidad.
Hoy ya la siento y mañana será el día, justo a las siete con seis minutos de la
tarde.
A esa hora atardece en La Habana, casi
siempre. Y mientras veo la intimidad del sol, contemplo el malecón. A menos de
un kilómetro de distancia, una tarja recuerda la casa donde Virgilio Piñera escribió
sus ficciones. Y entonces miro mi reloj otra vez y siento que Virgilio me desafía.
Algunos hemos heredado sus cuestionamientos, y casi todos tenemos un mañana, a
las siete con seis minutos de la tarde.
Quizás por eso la ciudad me sorprende
tanto. Me estremecen las imágenes que se quedan petrificadas en la pared de un
edificio, la gente pasa, mira y sigue: la cotidianidad dice más. Y cuando leo letras
de abandonos, me parecen abandonos propios. Aun así, sé que son mis
incapacidades, mis insuficiencias y mis
errores los que me arrastran. No todos aprovechamos las lecciones de las
lecturas y ya son tiempos de pensar a Patria, hoy más que ayer.
Entonces, mis intentos cada vez descubren
más inspiraciones sobre este personaje infinito. Tras él han andado escritores,
poetas, dramaturgos, periodistas…
Por eso, mientras espero el atardecer
de mañana, leo a Martí:
Dos
patrias tengo yo: Cuba y la noche.
¿O
son una las dos? No bien retira
Su
majestad el sol, con largos velos
Y
un clavel en la mano, silenciosa
Cuba
cual viuda triste me aparece.
¡Yo
sé cuál es ese clavel sangriento
Que
en la mano le tiembla! Está vacío
Mi
pecho, destrozado está y vacío
En
donde estaba el corazón. Ya es hora
De
empezar a morir. La noche es buena
Para
decir adiós. La luz estorba
Y
la palabra humana. El universo
Habla
mejor que el hombre.
Cual bandera
Que
invita a batallar, la llama roja
De
la vela flamea. Las ventanas
Abro,
ya estrecho en mí. Muda, rompiendo
Las
hojas del clavel, como una nube
Que
enturbia el cielo, Cuba, viuda, pasa…
En el siglo XIX Patria estaba
silenciada y casi sola. Martí escribió, fue al combate y murió contagiado por
la tristeza. La lucha debió extenderse sesenta y cuatro años más: el machete,
el fusil, las montañas… Y hasta hoy, todos hemos tenido un clavel en la mano,
sus hojas, la nube, el cielo…
“Creo que en nuestra cultura se produce una
poderosa voluntad de ser estrechamente unida a la historia de la nación”, dijo
en 1990 la ensayista y pedagoga cubana Graziella Pogolotti. A partir del siglo
XX eran otros los sufrimientos.
Quizás por eso llegó a nosotros “Josefina
la Viajera”. En algún lugar de la España de 2006, Abilio Estévez había escrito
la obra. Luego, en el teatro Trianón, Osvaldo Doimeadiós se
convertía en Josefina Beauharnais: “¿Cuándo me has visto llorar por la ‘patria’, por los ‘recuerdos’, por ‘lo
que he perdido’, y todas esas necedades que se inventan los hombres para llenar
el vacío de la vida?”. Una mujer intentaba descifrar las motivaciones
migratorias de las golondrinas, a ella solo le faltaban las alas para serlo, y
quería entenderse.
A pesar de tantas incomprensiones,
Josefina no le había regalado sus lágrimas ni a Nueva Orleáns, ni a París, ni
al Támesis, ni a las aguas blancas del Báltico. Ni siquiera sabe qué es la nostalgia,
pero la siente mientras se toca el cuerpo con asco: “Esta Cuba horrible que está aquí, aquí, aquí…, que no es una isla,
sino un animal inmenso que nos devora, estemos donde estemos”.
Mientras lo decía, el reloj de
Josefina seguramente ya marcaba las siete con seis minutos de la tarde. Aunque
vivía de rechazos, ella cargaba el peso de esta tierra: la llevaba dentro.
También se han ido otros, antes o
después, y solo los consuelan las evocaciones: tratan de sentir el mismo sol, enseñan
a sus hijos las fotos del Morro y a las nueve de la noche les cuentan del
cañonazo, de la playa, de los parques, de los árboles… O cantan décimas y comen
dulce de naranja agria, estén donde estén. Asumen la lejanía con sinceridad.
Si yo dejara hablar a Virgilio, desde
su balcón me diría que son esos los que intentaron superar la maldita
circunstancia del agua por todas partes. Él sonreiría, con el mismo sarcasmo de
siempre.
Sin embargo, en la distancia
encontramos los desgarramientos y el fervor de muchas almas por encontrar las
cercanías. Saben que en esos empeños se juegan
la felicidad o la desdicha: sus destinos.
Por eso tiemblo, no quisiera saber qué
hora tenía el reloj del viejo Julián Mesa cuando Miguel Barnet nos contó su
historia, en el libro La vida real: “Como siempre soñamos con Cuba y nunca se
daba el sueño, me hago la idea de estar
soñando todavía. Me parece mentira. Ayer mismo mi hija llegó a despedirse de
nosotros. Este año ha nevado mucho. Y la nieve se veía caer por la ventana del
sótano. Entró, porque yo tenía la puerta abierta, y me preguntó: -¿Pa, qué tú
haces pegado a la ventana esa? La nieve caía fina, parecía coquito rallado. Yo
no estoy loco, ni ciego. Pero como era tanta la emoción con lo del viaje, le
dije: -Estoy mirando el Prado de La Habana. -¿Qué Prado es ese, papá? –El Prado
de La Habana, mi hija, el Malecón. Yo me sentía en Cuba. Ella no me contestó. Y
yo no quise virar la cara, no pude…”
Pero otros sí prefieren voltearse y
enfrentar la realidad que viven, al final, han apostado por este escenario donde
más de once millones de personas construimos la historia, con la espontaneidad
del día a día, sin las añoranzas de alguna distancia impuesta por decisiones
propias.
Sobre las tablas de nuestro teatro
defendemos el polvo, la luz y la música que nos acompaña. En una sucesión de
actos infinitos cada cual va y viene con sus propias representaciones de la
realidad.
Muchos simplemente colocan a Patria en un altar: prodigiosa e
incólume. Allá, en la frialdad del mármol, entre las firmezas y las exigencias:
“Que no te toquen, cuerpo glorioso,
patria. Porque siempre fuiste edén de las primeras miradas que te vieron, edén
de la trova humilde, principio y fin, paraíso: nada sino esto agarraste, nada
sino esto entendiste, lejanía, nada sino que no era esto sino otra cosa que no
podías entender bien. Ensoñación modesta, no te toquen. Yo sé que te vas y
vuelves, vaivén! Que te meces y me meces, cadencia! Que te vas lejos, pero no
muy lejos, aquí en el allí. Yo sé que tus palmas no rindieron homenaje al Hijo
sino a su Huida! Por eso te pido ahora: reconoce!
Regresa, Ave, con la Salutación!”
Así nos dice la poesía de Fina García Marruz. Una manera “otra” de diseñar
los sentimientos y las expectativas, reclamos que nos revelan el mismo
personaje: la esencia permanente para las inspiraciones, a través de miradas hacia
el exterior de nuestros cuerpos o con el reto feroz de sacudirnos las arterias.
Pero siempre clamando por Patria.
Y como
todos tenemos gritos propios, he vuelto a mirar aquel edificio en peligro de
derrumbe, la banderita que se ha quedado inmóvil entre las ruinas de los
ladrillos, los cansancios de la gente y el mar furioso por el atardecer, casi
en la frontera del balcón de Virgilio.
No culpemos a los actores por nuestras
reacciones, no culpemos a los poetas por los desgarramientos, no culpemos a las
distancias y a las cercanías, al mar o al edificio y su maquillaje.
¿Dónde está la Patria que llevamos
dentro? ¿Qué metáforas nos impone la geografía? ¿Por qué se han convertido los
aplausos en nuestras obras de arte? ¿Quiénes se atreven realmente a sentir a
Patria desde su propia individualidad? ¿Quiénes saben leerla o escribirla, sin
dejarse arrastrar por las incapacidades humanas? ¿Cuántos ven más allá de lo
explícito?
No todos podemos convertir a Patria en
letra precisa y necesaria. No todos podemos compararla con la noche, como Martí,
o asumirla sobre nuestros hombros como Josefina
Beauharnais. No todos sabemos cantarle a su cadencia y vaivén, como Fina o mirarla convertida en nieve, por
el Prado o el Malecón. Pero yo tengo mi propia Patria, y sé de otros que
también tienen la suya. Juntos defendemos la nuestra.
En esa lucha, la
coherencia y el valor de nuestros actos dependen de la sinceridad para
aprender y para transmitir las
experiencias. La vida es un ciclo, y por suerte, mañana será otro día.
Al amanecer
sentiré, como siempre, la tranquilidad de haber sido consecuente con mis ideales.
Y sé de muchos que sienten lo mismo y practican esa libertad.
Por quienes se
inspiran lejos de mí, compro libros, leo poesía y asisto a los teatros. Por
quien hace arte a mi lado, siento orgullo.
Mientras el sol
se debate una y otra vez en sus intimidades, yo espero mi próximo reto. Ya es impostergable.
Virgilio me lo impone y su poema señala el camino:
“…Se me ha
anunciado que mañana
a las siete y seis minutos de la tarde,
me convertiré en una isla,
isla como suelen ser las islas…”
a las siete y seis minutos de la tarde,
me convertiré en una isla,
isla como suelen ser las islas…”
(Texto
y foto: Laura Barrera Jerez)
Laura este texto, tú y estos jóvenes que hoy sienten a Patria, y suzuman Patria desde la sinceridad que prohija verdaderos sentimientos hacia Cuba,sus artistas, sus transeúntes anónimos...Ay! merecen la gloria
ResponderEliminarMuchas gracias otra vez, Racso. Eso de la gloria es un elogio que implica un compromiso inmenso, sobre todo con la Patria, para que nuestras obras de arte no sean solo aplausos. !!!Yo sé que todos tenemos un mañana, a las siete con seis minutos de la tarde, esa es nuestra gloria!!!!
EliminarA muchos nos ha extasiado esa bandera que sobrevive a los "caprichos" del Malecón. Ahora que pase y la mire, recordaré siempre tus letras, Laura.
ResponderEliminarGracias, Iris, es un honor para mí. Gracias por leer y comentar. Mis saludos, colega!!!
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