Isla, antes y después de las 7:06 pm - La letra corta

Lo más reciente

8 de febrero de 2017

Isla, antes y después de las 7:06 pm



Miro mi reloj y siento que Virgilio me desafía. Casi todos tenemos un mañana, a las siete con seis minutos de la tarde…
Isla, antes y después de las 7:06 pm - La letra corta
Foto: Laura Barrera Jerez
Tengo mi propia Patria y aquí está el influjo de tanta pertenencia. Me adueño de lo que sufro para construir lo que deseo. Son condiciones básicas para mi felicidad. Hoy ya la siento y mañana será el día, justo a las siete con seis minutos de la tarde.
A esa hora atardece en La Habana, casi siempre. Y mientras veo la intimidad del sol, contemplo el malecón. A menos de un kilómetro de distancia, una tarja recuerda la casa donde Virgilio Piñera escribió sus ficciones. Y entonces miro mi reloj otra vez y siento que Virgilio me desafía. Algunos hemos heredado sus cuestionamientos, y casi todos tenemos un mañana, a las siete con seis minutos de la tarde.
Quizás por eso la ciudad me sorprende tanto. Me estremecen las imágenes que se quedan petrificadas en la pared de un edificio, la gente pasa, mira y sigue: la cotidianidad dice más. Y cuando leo letras de abandonos, me parecen abandonos propios. Aun así, sé que son mis incapacidades, mis  insuficiencias y mis errores los que me arrastran. No todos aprovechamos las lecciones de las lecturas y ya son tiempos de pensar a Patria, hoy más que ayer.

Entonces, mis intentos cada vez descubren más inspiraciones sobre este personaje infinito. Tras él han andado escritores, poetas, dramaturgos, periodistas…
Por eso, mientras espero el atardecer de mañana, leo a Martí:
Dos patrias tengo yo: Cuba y la noche.
¿O son una las dos? No bien retira
Su majestad el sol, con largos velos
Y un clavel en la mano, silenciosa
Cuba cual viuda triste me aparece.
¡Yo sé cuál es ese clavel sangriento
Que en la mano le tiembla! Está vacío
Mi pecho, destrozado está y vacío
En donde estaba el corazón. Ya es hora
De empezar a morir. La noche es buena
Para decir adiós. La luz estorba
Y la palabra humana. El universo
Habla mejor que el hombre.
                                                                             Cual bandera
Que invita a batallar, la llama roja
De la vela flamea. Las ventanas
Abro, ya estrecho en mí. Muda, rompiendo
Las hojas del clavel, como una nube
Que enturbia el cielo, Cuba, viuda, pasa…
En el siglo XIX Patria estaba silenciada y casi sola. Martí escribió, fue al combate y murió contagiado por la tristeza. La lucha debió extenderse sesenta y cuatro años más: el machete, el fusil, las montañas… Y hasta hoy, todos hemos tenido un clavel en la mano, sus hojas, la nube, el cielo…
 “Creo que en nuestra cultura se produce una poderosa voluntad de ser estrechamente unida a la historia de la nación”, dijo en 1990 la ensayista y pedagoga cubana Graziella Pogolotti. A partir del siglo XX eran otros los sufrimientos.
Quizás por eso llegó a nosotros “Josefina la Viajera”. En algún lugar de la España de 2006, Abilio Estévez había escrito la obra. Luego, en el teatro Trianón, Osvaldo Doimeadiós se convertía en Josefina Beauharnais: ¿Cuándo me has visto llorar por la ‘patria’, por los ‘recuerdos’, por ‘lo que he perdido’, y todas esas necedades que se inventan los hombres para llenar el vacío de la vida?”. Una mujer intentaba descifrar las motivaciones migratorias de las golondrinas, a ella solo le faltaban las alas para serlo, y quería entenderse.
A pesar de tantas incomprensiones, Josefina no le había regalado sus lágrimas ni a Nueva Orleáns, ni a París, ni al Támesis, ni a las aguas blancas del Báltico. Ni siquiera sabe qué es la nostalgia, pero la siente mientras se toca el cuerpo con asco: “Esta Cuba horrible que está aquí, aquí, aquí…, que no es una isla, sino un animal inmenso que nos devora, estemos donde estemos”.
Mientras lo decía, el reloj de Josefina seguramente ya marcaba las siete con seis minutos de la tarde. Aunque vivía de rechazos, ella cargaba el peso de esta tierra: la llevaba dentro.
También se han ido otros, antes o después, y solo los consuelan las evocaciones: tratan de sentir el mismo sol, enseñan a sus hijos las fotos del Morro y a las nueve de la noche les cuentan del cañonazo, de la playa, de los parques, de los árboles… O cantan décimas y comen dulce de naranja agria, estén donde estén. Asumen la lejanía con sinceridad.
Si yo dejara hablar a Virgilio, desde su balcón me diría que son esos los que intentaron superar la maldita circunstancia del agua por todas partes. Él sonreiría, con el mismo sarcasmo de siempre.
Sin embargo, en la distancia encontramos los desgarramientos y el fervor de muchas almas por encontrar las cercanías.  Saben que en esos empeños se juegan la felicidad o la desdicha: sus destinos.
Por eso tiemblo, no quisiera saber qué hora tenía el reloj del viejo Julián Mesa cuando Miguel Barnet nos contó su historia, en el libro La vida real: “Como siempre soñamos con Cuba y nunca se daba el sueño,  me hago la idea de estar soñando todavía. Me parece mentira. Ayer mismo mi hija llegó a despedirse de nosotros. Este año ha nevado mucho. Y la nieve se veía caer por la ventana del sótano. Entró, porque yo tenía la puerta abierta, y me preguntó: -¿Pa, qué tú haces pegado a la ventana esa? La nieve caía fina, parecía coquito rallado. Yo no estoy loco, ni ciego. Pero como era tanta la emoción con lo del viaje, le dije: -Estoy mirando el Prado de La Habana. -¿Qué Prado es ese, papá? –El Prado de La Habana, mi hija, el Malecón. Yo me sentía en Cuba. Ella no me contestó. Y yo no quise virar la cara, no pude…”
Pero otros sí prefieren voltearse y enfrentar la realidad que viven, al final, han apostado por este escenario donde más de once millones de personas construimos la historia, con la espontaneidad del día a día, sin las añoranzas de alguna distancia impuesta por decisiones propias.
Sobre las tablas de nuestro teatro defendemos el polvo, la luz y la música que nos acompaña. En una sucesión de actos infinitos cada cual va y viene con sus propias representaciones de la realidad.
Muchos simplemente colocan a Patria en un altar: prodigiosa e incólume. Allá, en la frialdad del mármol, entre las firmezas y las exigencias: “Que no te toquen, cuerpo glorioso, patria. Porque siempre fuiste edén de las primeras miradas que te vieron, edén de la trova humilde, principio y fin, paraíso: nada sino esto agarraste, nada sino esto entendiste, lejanía, nada sino que no era esto sino otra cosa que no podías entender bien. Ensoñación modesta, no te toquen. Yo sé que te vas y vuelves, vaivén! Que te meces y me meces, cadencia! Que te vas lejos, pero no muy lejos, aquí en el allí. Yo sé que tus palmas no rindieron homenaje al Hijo sino a su Huida! Por eso te pido ahora: reconoce! Regresa, Ave, con la Salutación!”
Así nos dice la poesía de Fina García Marruz. Una manera “otra” de diseñar los sentimientos y las expectativas, reclamos que nos revelan el mismo personaje: la esencia permanente para las inspiraciones, a través de miradas hacia el exterior de nuestros cuerpos o con el reto feroz de sacudirnos las arterias. Pero siempre clamando por Patria.
Y como todos tenemos gritos propios, he vuelto a mirar aquel edificio en peligro de derrumbe, la banderita que se ha quedado inmóvil entre las ruinas de los ladrillos, los cansancios de la gente y el mar furioso por el atardecer, casi en la frontera del balcón de Virgilio.
No culpemos a los actores por nuestras reacciones, no culpemos a los poetas por los desgarramientos, no culpemos a las distancias y a las cercanías, al mar o al edificio y su maquillaje.
¿Dónde está la Patria que llevamos dentro? ¿Qué metáforas nos impone la geografía? ¿Por qué se han convertido los aplausos en nuestras obras de arte? ¿Quiénes se atreven realmente a sentir a Patria desde su propia individualidad? ¿Quiénes saben leerla o escribirla, sin dejarse arrastrar por las incapacidades humanas? ¿Cuántos ven más allá de lo explícito?
No todos podemos convertir a Patria en letra precisa y necesaria. No todos podemos compararla con la noche, como Martí, o asumirla sobre nuestros hombros como Josefina Beauharnais. No todos sabemos cantarle a su cadencia y vaivén,  como Fina o mirarla convertida en nieve, por el Prado o el Malecón. Pero yo tengo mi propia Patria, y sé de otros que también tienen la suya. Juntos defendemos la nuestra.
En esa lucha, la coherencia y el valor de nuestros actos dependen de la sinceridad para aprender  y para transmitir las experiencias. La vida es un ciclo, y por suerte, mañana será otro día.
Al amanecer sentiré, como siempre, la tranquilidad de haber sido consecuente con mis ideales. Y sé de muchos que sienten lo mismo y practican esa  libertad.
Por quienes se inspiran lejos de mí, compro libros, leo poesía y asisto a los teatros. Por quien hace arte a mi lado, siento orgullo.
Mientras el sol se debate una y otra vez en sus intimidades, yo espero mi próximo reto. Ya es impostergable. Virgilio me lo impone y su poema señala el camino:  
“…Se me ha anunciado que mañana
a las siete y seis minutos de la tarde,
me convertiré en una isla,
isla como suelen ser las islas…”     
(Texto y foto: Laura Barrera Jerez)

4 comentarios:

  1. Laura este texto, tú y estos jóvenes que hoy sienten a Patria, y suzuman Patria desde la sinceridad que prohija verdaderos sentimientos hacia Cuba,sus artistas, sus transeúntes anónimos...Ay! merecen la gloria

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Muchas gracias otra vez, Racso. Eso de la gloria es un elogio que implica un compromiso inmenso, sobre todo con la Patria, para que nuestras obras de arte no sean solo aplausos. !!!Yo sé que todos tenemos un mañana, a las siete con seis minutos de la tarde, esa es nuestra gloria!!!!

      Eliminar
  2. A muchos nos ha extasiado esa bandera que sobrevive a los "caprichos" del Malecón. Ahora que pase y la mire, recordaré siempre tus letras, Laura.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Gracias, Iris, es un honor para mí. Gracias por leer y comentar. Mis saludos, colega!!!

      Eliminar

Comente acá... porque somos de letra corta: