“Convite y nada más es este libro, a todos los que saben
de versos de la guerra,
para que, siquiera
sea sin orden ni holgura, salven,
por la piedad de
hermanos o de hijos,
todo lo que pensaron
en nuestros días de nación los que tuvieron fuego y desinterés para fundarla.”
José Martí
Hablaba Martí de Miguel Jerónimo
Gutiérrez, de Antonio Hurtado del Valle, de José Joaquín Palma, de Luis
Victoriano Betancourt, de Antenor Lescano, de Francisco la Rua, de Ramón Roa.
Hablaba Martí de la manigua donde se fraguaban los empeños y los sacrificios,
donde no importaba el nivel de escolaridad o la grandeza de los vocabularios
cuando debían defenderse los principios y las libertades.
Martí admira esos poetas, aunque “su
literatura no estaba en lo que escribían, sino en lo que hacían. Rimaban mal a
veces, pero sólo pedantes y bribones se lo echarán en cara: porque morían bien.”
Desde el prólogo, Martí defiende tanto
a este libro y a sus autores, que parece coincidir con la noción de intelectual
de Émile Zola indisolublemente ligada a la conciencia cívica. No podríamos
asegurar que Martí haya tenido esta referencia, y por las distancias en el
tiempo no supo de Gramsci ni de su concepto de intelectual orgánico que “más que
producir formas de conocimiento es
un propagador de una estructura
de sentimientos, una
racionalidad instrumental, que legitima el consenso espontáneo” (Acanda, 2000).
Pero sabía Martí que no bastan el talento
artístico o la prolífera y diversa gama de conocimientos que pueda mostrar un
individuo; no basta cultivar el alma en la instrucción, si no se transforma en
bien social esa sabiduría. Incluso solo son eruditos y no intelectuales quienes
se sacrifican por hacerse más cultos obviando el contexto en el que se
desenvuelven. Por eso los poetas de la guerra eran tan héroes como
intelectuales, aunque la poesía escrita sea
grado inferior de la virtud que la promueve, como versa el prólogo, porque el hombre es superior a la palabra.
Este
texto de José Martí, con marcado matiz ensayístico, es medular en el análisis
de cuestiones como el binomio arte-vida, las funciones de la literatura y los
deberes del poeta con respecto a su patria oprimida. Sin embargo, sus
dimensiones rebasan estos límites, para ser reflejo de quienes sienten
compromiso con el resto de sus semejantes y con la justicia en la que todos
debemos vivir.
Si se ha sido útil durante el día será
suficiente una noche de poca luz y el rincón
de un portal viejo en cualquier ciudad del mundo para exponer los versos de
la guerra, para saberse y mostrarse como un intelectual. Eso hacía, en Nueva
York, Serafín Sánchez, quien fue consecuente al mismo tiempo con sus virtudes y
sus deberes como individuo. Así nos cuenta Martí cómo se escribían las
redondillas con sangre porque se debe ser al mismo tiempo, hombre de pluma y
hombre de espada. (Por Laura Barrera
Jerez)
Fuente consultada:
Acanda, J. L. 2000: “El malestar de los
intelectuales”. Revista Temas #20.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Comente acá... porque somos de letra corta: