Pintura "Más café don Nicolás" del cubano Antonio Gattorno |
Tomado
del blog Cubaprofunda
La puerta se abrió con el
primer puntapié: “Te lo dije, Elisa, teníamos que haberla hecho más fuerte”,
expresaría luego Lorenzo, reconstruyendo paso a paso la escena que acababa de
vivir. Cuando vio a los guardias rurales escopeta en mano solo atinó a recoger
los bultos, a los muchachos, y a echar una última hojeada a su bohío.
De tablas de palma mal pulida
y techada con guano, la vivienda apenas se mantenía erguida. Afuera, el
cobertizo con los horcones forrados de láminas de metal, “para que las ratas no
me manoseen los granos”; la casa de cebar los puercos, la de secar el tabaco y
la letrina, lejos de las habitaciones principales.
Era poco, pero allí había
vivido siempre. En esas mismas arboledas conquistó a piedrecitas a la guajira
más linda de la zona, y por esos lares todos lo conocían como Lorenzo Acaba
Mundos, en alusión a lo que era capaz de hacer con un machete afilado. Eso sí,
no había guateque ni velorio que se le escaparan.
Sin embargo, en aquel invierno
de 1957 se las vio negras. “Pensé que estaba perdido, con tres chiquillos
arreguinda’os de la madre y ni un centavo pa’ comer. Oiga, esos malos ratos no
se olvidan”, dice el antiguo veguero que hoy se deja cuidar por sus hijos.
Como Lorenzo, cientos de
campesinos espirituanos rememoran tiempos de antaño con una mezcla de amargura
y nostalgia. Las condiciones de vida han cambiado y, con ellas, el imaginario
de los vecinos del monte.
El progreso se cuela por los
intersticios del campo para echar por tierra el eterno enfrentamiento entre
civilización y barbarie. Más allá de renovadores a ultranza y tradicionalistas
acérrimos, la realidad montuna de hoy impone nuevos retos.
HURGANDO
MONTE ADENTRO
Los orígenes del campesino
cubano se remontan a los años iniciales de la conquista. En su afán por ocupar
la ínsula, España distribuyó los terrenos recién descubiertos a aquellos
súbditos que se establecieran definitivamente aquí.
Tan antigua como las villas de
Sancti Spíritus y Trinidad resulta la presencia campesina por estos predios.
Los primeros habitantes de la región desarrollaron la agricultura de
subsistencia para soportar los rigores de una isla apenas explorada.
Desde aquellos años y hasta
hoy, pasando por la fuerte presencia canaria en los montes de Cabaiguán y Zaza
del Medio, la provincia espirituana se enorgullece de su tradición guajira.
Actualmente habitan en las áreas campestres más de 130 000 personas, lo que
representa el 30,14 por ciento de su población total.
Todo puede faltar en casa,
menos el buchito matutino de café. La ropa del laboreo, el sombrero y las botas
resultarán imprescindibles para la jornada diaria, para la poda, el deshije o
la recolección del grano rojo.
No pocas mujeres han dejado
atrás los convencionalismos pasados que las ataban a sus hogares, y laboran la
tierra, imparten clases o desempeñan cargos administrativos. Policlínicos,
nuevas tecnologías para la Salud y la Educación, paneles solares y equipos
electrodomésticos han aliviado las carencias de estas regiones.
Acaso por los numerosos
cambios en las rutinas cotidianas, el guajiro de estos tiempos se ha ido
transformando a la par de sus condiciones materiales. Sigue necesitando del
machete, de las botas mal curtidas, del sombrero para protegerse del sol. Sin
embargo, algunas tradiciones culturales han debilitado su arraigo.
EN
BUSCA DEL GUATEQUE PERDIDO
Término polisémico per se, se entiende
por tradición al conjunto de doctrinas, creencias, ritos, costumbres…
conservadas en un pueblo por transmisión de padres a hijos. De raíces
hispánicas por el fuerte componente étnico español, pero bien aplatanadas en la
isla, las tradiciones guajiras abarcan todos los ámbitos de la creación
artística popular y hasta el mismo quehacer diario.
Algunas obras literarias
cubanas del siglo XIX ya se hacían eco de las fiestas montunas. Desde entonces
los guateques devinieron celebraciones por excelencia del campesinado cubano en
las que el tres, el laúd, el güiro y la guitarra servían de base rítmica para
las tonadas, de inspiración para bailadores.
La recogida de una abundante
cosecha o algún aniversario familiar constituían pretextos para el clásico
jolgorio del puerco asado en púa, tostones, frijoles negros, arroz blanco,
cerveza y ron. Mas, aquellos bríos festivos que otrora caracterizaron al campesino
espirituano han sido desplazados por formas de distracción más a la usanza
urbana.
En el Museo Etnográfico de
Cabaiguán, única institución del país que atesora la cultura material y
espiritual del montuno, se advierten síntomas de desencanto. De acuerdo con los
especialistas del lugar, los guateques no aglutinan ya a tantas personas como
antes; lamentablemente esa costumbre está decayendo.
En ocasiones no escasean las
ganas, sino algunos instrumentos musicales. El facilismo ha hecho mella en
guardarrayas y trillos: con el pretexto de que a la juventud le satisface más
la música grabada, hoy no se conciben las actividades recreativas sin canciones
de moda y altos decibeles.
Tampoco se trata de darle la
espalda a la contemporaneidad, ni de enquistar a los guajiros en las marismas
de antaño por el mero hecho de preservar intacto el folclor de nuestros campos.
Eso sería tan imposible como desacertado.
Sin embargo, ha de hallarse el
equilibrio preciso entre las corrientes renovadoras que exportan las urbes y el
patrimonio intangible aún vivo en los montes, para que los juegos de velorio,
las parrandas, el rodeo y tantas otras manifestaciones autóctonas no sean
apenas un recuerdo de lo que una vez fuera la composición étnica del cubano.
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