Hablar de derechos puede ser considerado un ejercicio saludable de civilidad. Tiene muchas salidas y entradas pero ninguna muy definitiva. Y salvo que todos pensamos en ellos como la más justa de las causas, difícilmente estemos conscientes de lo que implican, al menos a instancias prácticas. La propagación de los derechos en el imaginario moderno desborda la exclusividad que los operadores jurídicos puedan tener. Hablar por tanto sobre la naturaleza de los derechos supone un ejercicio de conciencia respecto de las condiciones de posibilidad de todo derecho.
Existen muchas clasificaciones de los
derechos: derechos humanos, derechos fundamentales, derechos individuales,
derechos colectivos, derechos sociales, etc. Son tantos y proliferan con tal rapidez
que es difícil seguirles el paso; pero todos tienen su matriz histórica y
funcional en la relación contractual que se establece entre dos sujetos. Fueron
concebidos en el marco del Derecho Privado porque parten de una relación
horizontalmente tutelada.
Podemos traducirlo como una relación de poder horizontal donde un
sujeto está en posibilidad de exigir una prestación determinable a otro. En
toda relación de esta naturaleza encontramos que existe una dualidad y un
correlato entre derecho y obligación. De aquí debemos necesariamente inferir
que todo derecho válido tiene un
correlato en una obligación válida, y por tanto implican la existencia de
un sujeto diferente al que esgrime un derecho.
Pero para la existencia real de los derechos no basta con dos sujetos en una
relación horizontal. Los derechos no preexisten sino como arquetipos de
ejercicios de reclamación ante un tercero: una instancia de poder vertical. El “derecho
real” es el que se presenta en el proceso efectivo de ejercer un derecho. Toda exigencia de un derecho es ante todo
una pretensión dirigida no “al obligado”, sino a una instancia de poder para
que actúe y reconozca en mí una potestad, un derecho y en consecuencia demande
y compela “en mi nombre”.
Los derechos no son inocentes: suponen
la posibilidad de castigar al obligado, en compelerlo a cumplir una prestación,
son un mecanismo de protección de situaciones de poder ideológicamente
reconocidas, como la propiedad, la vida, etcétera. Por tanto, la cuestión de la
atribución de derechos en esencia responde en primer lugar a una pretensión
ideológica, a una pretensión (consciente o inconsciente) de reconocimiento por
el poder hegemónico, ergo, un sometimiento.
En la práctica la funcionalidad de todo
sistema garante de derechos requiere, en primer lugar, una estructura
discursiva, donde se inserte la protección de determinadas figuras y relaciones
las cuales son ideologizadas y positivadas, generalmente en las Constituciones.
Además se precisa de mecanismos y órganos destinados a la protección de los
derechos. Como tal estos mecanismos no solo conservan la ideología sino que la
“enriquecen” pues ciertos imaginarios son incorporados por esta vía al discurso
hegemónico.
Esto debe por tanto permitir al lector
inferir cuatro aspectos medulares de los
derechos:
1. Toda reclamación de un
derecho implica una solicitud de reconocimiento para con el poder hegemónico, y
por tanto una figura parcial de sometimiento a la misma.
2. Para reclamar
determinado derecho es preciso que este exista o sea susceptible de existir
ideológicamente.
3. Todo derecho supone
como correlato una obligación y por tanto entraña una forma indirecta de
dominación frente a un sujeto distinto del reclamante.
4. Todo ejercicio de derecho
implica la pretensión de accionar un mecanismo de poder y de castigo, por
tanto, deben existir mecanismos reales para su reconocimiento y protección.
Si esta sumatoria de componentes
ideológicos y materiales no es tenida en cuenta cuando se usa el vocablo “derechos”,
se está haciendo un uso bastante vano de la palabra; ello puede ser desde el
punto de vista político o afectivo bastante autocomplaciente pero en esencia no
pasa de eso. Esto permite que saquemos algunas reflexiones sobre los llamados “estados
de derecho”, los cuales se presentan no solo como potencias ideológicas sino
fácticas de la protección de derechos: un
Estado que no contenga mecanismo reales para compeler a sujetos (incluidos sus
propios órganos) al cumplimiento de demandas por parte de sujetos no públicos,
es un estado que puede ofrecer muchas regalías, pero no derechos, al menos
técnicamente entendidos.
Los
derechos no son favores, ni regalías,
son la forma jurídica de mecanismos vinculantes, tanto para el demandado u
obligado como para el órgano instituido para reconocerlo y protegerlo. En este
sentido el derecho es la forma primaria
de empoderamiento del individuo, y por ende también requiere del
destinatario la voluntad para ejercerlo.
Entre el Estado y el individuo surge
así un mutuo reconocimiento, una complicidad. La vulneración de esta
complicidad por parte del ciudadano deviene en castigo; por parte del Estado, en
subversión. El leitmotiv de las
revoluciones: una fractura insalvable entre el proceso de vida del poder político
y las formas populares del poder. Cuando esto ocurre el derecho como cadena
de transmisión del poder se pierde, y en estado crítico de poco sirve invocar
lo inexistente.
El derecho nunca podrá ser reconocido
en individuos que no se sienten ni capaces ni responsables sobre sí mismos, y
cuando se trata de derechos de naturaleza pública o política esto se debe tener
aún más en cuenta. El ejercicio de
derechos frente al Estado implica partir de una relación de horizontalidad con
el poder político, no de subordinación y mucho menos de obediencia; la
dominación aquí se expresa ideológicamente a través de la consagración de un
estatus quo y su aparente beneficio. Por eso resulta un absurdo aspirar a tener
los derechos sin la voluntad real de ejercerlos.
Existe
por tanto una gran diferencia entre reclamar un beneficio y demandar un derecho: el segundo supone la disposición a
su ejercicio por parte del requirente, una postura activa. Las condiciones
objetivas para dicho ejercicio deben estar presentes, pero no son
indispensables. Eran muy acertadas las palabras de Maceo cuando afirmaba que
“mendingar derechos” es en esencia “propio de incapaces de ejercitarlos”.
Canalizan una voluntad de poder
individual a través de instancias públicas. Siempre que haya una voluntad real
y materialmente sustentable esta terminará por abrirse paso y si se le cierra,
el efecto será corrosivo y a la larga destructiva tanto para el espacio de
poder privado como para el público. Los derechos no dan garantías por sí mismos.
Su poder o impotencia tendrá que ser siempre imputada a la voluntad de “ser” de
los hombres, con independencia de sus circunstancias. (Por Fernando Almeyda Rodríguez, FEC)
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