Arroz blanco. Frijoles negros.
Platanito maduro. Solo falta el huevo frito con la yema blanda. Así lo prefiere
mi sobrino, para quien soy su chef de cocina. Ernestico dice que preparo los
huevos fritos que más le gustan. Y no puedo evitar hablarle de quien merece el
crédito: Eufemia, ella sí que hace los huevos fritos más ricos del
mundo. Yo solo soy otra aprendiz.
Hace años pasé ese curso, que no fue
solo de cocción. Conozco a Eufemia desde que era pequeña y no ha cambiado
mucho. Continúa caminando descalza en la casa, con una toallita recostada sobre
su hombro o a la altura de la cintura para secar el sudor, espantar algún
insecto y apartar del fuego el caldero que lo requiera. Su voz, cordial en la
conversación, todavía puede estremecer el monte cuando pretende explorar en los
oídos de Manolito, Cuque y Jorge para recordarles que deben recesar de la faena
laboral porque el almuerzo está listo. Solo su cabello plateado luce diferente,
ahora es más brilloso.
La casa de esta familia corona las
alturas montañosas de Soroa. Enclavada en el «pico de una loma», la ascensión
es por una empinada pendiente de tierra que aviva una extraña sensación de
escalofrío en los pies. Esos parajes son fértiles para los cafetos que,
florecidos, envuelven la serranía en una fragancia afrodisíaca, y con los
frutos le entregan un colorido mágico al verde follaje.
Hasta allí llegaban mis padres, con el
morral al hombro, durante la recogida cafetalera. Mi hermana y yo, sin una nana disponible,
pasamos algunos días en el vientre de la naturaleza. Invadir el territorio de santanillas y mosquitos dejaba huellas irritantes en la
piel. Y ante el desbordamiento repentino de las nubes, sin tener dónde
guarecernos, las hojas de plátano nos cubrían de los aguaceros.
Entonces la gentileza de Eufemia no se
hacía esperar. En su casa acompañábamos la claridad del día. Ella fue nuestra
nana por aquellos tiempos.
Con ella cuidamos del rebaño de
carneros y del ternero enfermo, apilamos el café del secadero y fuimos los
custodios principales que impedían el paso a patos y gallinas por el reluciente
piso. Nos recompensaba—«por tan importante labor»— con mangos, mandarinas,
guayabas o agua de coco.
También probamos su sazón. Al calor
del carbón, en un calderito, la manteca de cerdo hervía. Solo dos toques con el
tenedor eran suficientes para quebrar el cascarón. Con delicadeza ella dejaba
caer la clara, sin que se lastimara la yema. La espumadera iba de un lado a
otro, enjuagando con la grasa el huevo criollo que ya se vestía con un manto blanco. Tras una última
zambullida quedaba listo aquello que provocaba una música y un aroma
cautivadores en el ambiente de la cocina.
Luego de cumplir con sus exigencias de
higiene, compartíamos la mesa para disfrutar —privilegiados nosotros— de los
huevos fritos más ricos del mundo. Ese es el veredicto de nuestro paladar. En
ellos, apariencia y sabor se conjugaban: una orla, con rastros de burbujas,
adornaba los contornos circunferenciales.
¡Qué crujientes! Y con el punto de
cocción preciso lograba yemas blandas, un poco duras o bien tostadas, para
satisfacer los gustos.
La gracia con que los sumergía por
última vez en la grasa y el rocío de sal con que los cubría al instante de
servirlos, hacían de aquel almuerzo un deleite.
Esos serán difíciles de superar, pero creo haber descubierto lo especial del proceder culinario de Eufemia. Había tanto placer reflejado en su rostro por aquello que hacía… Con cariño, hoy preparo los huevos fritos para mi sobrino. (Por Darianna Reinoso Rodríguez, tomado del blog https://gotasderomerillo.wordpress.com)
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