Nunca vi a Josefina
Beauharnais Pérez González sobre las tablas. Pero cuando descubrí el teatro,
leí muchas veces su monólogo: Abilio Estévez había escrito la obra en el 2006 y
yo llegué a La Habana en 2012, dos años después de la puesta en escena de
Teatro El Público, bajo la dirección de Carlos Díaz y con el estruendoso
protagonismo de Osvaldo Doimeadiós.
Foto: Daniela Muñoz |
Cuando pregunté
por el espejo, la cruz y el vestuario de Josefina, alguien me explicó que todo se
había perdido. Solo quedaban pequeños detalles de la escenografía: cosas
inútiles para retomar aquella historia en una revancha cinematográfica.
Yo soñaba una
película documental con personajes de mi cotidianidad. La Josefina de Abilio
sería el eje conductor y como línea dramática, tormentos propios que veo multiplicados
en mis contemporáneos:
“… Si alguna vez te sientes solo –¡qué puñetera la
soledad!- déjalo todo. Cuando digo todo, digo todo todo: casa, bienestar,
familia, país… ¡Y huye! ¡Huye, sí! Échate al camino. Ya verás, te acordarás de
mí. ¡Qué rápido se esfuma la soledad! Cada día alguien huye. ¿El mundo?: un
enjambre de fugitivos…”
En el constate
abandono de hogares espirituales y físicos queda sobre una cruz, como la cruz
que cargaba Josefina, golondrinas disecadas, muñecas, y una bandera cubana;
porque hay esencias que corren vena adentro, sin otra opción que las emociones.
Somos eso.
Entonces pienso
en Oliver y en nuestras conversaciones electrónicas de los últimos 22 meses. Extraña
a Cuba y prescindió de su hogar hace casi tres años. Planea volver, pero no
sabe cuándo. En el viejo continente sus amaneceres casi siempre tienen 4 grados
Celsius y siente envidia si lo invito a tomar jugo de guayaba. Claro, es una
ironía de mi parte, hay algunas oportunidades que se pierden cuando decides ir
tras otras. Pero su valentía me enamora. Me alerta sobre la Cuba que no
quisiera, me habla de economía, de protagonismo juvenil, de errores, de
aciertos… Me compara el mundo en el que vive con el mundo que dejó atrás. Se ha
mantenido atento a la Isla y está muy informado. Ha aprendido. Le advierto que muchas
cosas han cambiado por aquí y, sin embargo, él promete volver. Tiene
esperanzas. Confía. Yo lo esperaré, con las inquietudes de quien nuca ha
traspasado las fronteras nacionales y se debate en los eternos vaivenes que
provoca la maldita circunstancia del agua
por todas partes.
Sin embargo, a
E.P. ninguna voz logró convencerlo de que su lugar estaba en la Isla. Lo
conozco y me duele perderlo. Se fue, regresó y ahora volverá a irse. Con él se anulan
muchas de mis esperanzas. Él es el ejemplo perfecto de todas las capacidades
humanas que deberíamos explotar aquí, para que no nos sorprenda la Cuba que
Oliver y yo tememos. Pero E.P. siente que necesita otros espacios para crecer:
ha llegado hasta el proscenio, todavía le queda texto y ya se acabó su
escenario.
A la Patria le
pesan los abandonos de gente fértil y capaz. Unos contando los días para el
regreso y otros las horas para marcharse. Todos lejos de Cuba, lejos de aquí, donde
Josefina y yo no detenemos nuestro paso, aunque el teatro y la vida griten
secretos, y la obra termine con aplausos:
“¡Jamás, óiganlo bien, jamás olviden la brújula en casa!
Mejor andar desnudo y sin zapatos que sin brújula”.
(Texto: Laura Barrera Jerez; Foto: Daniela
Muñoz)
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