Una vez le pregunté si volvería: -“en cuatro semanas”, me respondió y
luego de abrazarnos pasó el chequeo de aduana y se fue. Al mes no había sabido
nada de mi amigo y era eso un síntoma preocupante.
Foto: Alejandro A. Madorrán Durán |
Días después me comentaron, casi por casualidad, que
andaba por Ecuador; más tarde por Colombia donde por unos días estuvo en manos
de la guerrilla. Perdí sus señas en México, en aquellas semanas en que todo era
confuso a causa de la fuga del Chapo Guzmán.
Y mi amigo pasó hambre y se escondió, como un criminal.
Luego, dinero de por medio, cruzó a los Estados Unidos, de donde no podrá salir
en algún tiempo. Tenía un futuro prometedor en Cuba, siempre creí eso, pero los
sueños mal armados lo llevaron a inventarse mil historias.
Hoy pudiera ser uno de los miles que han quedado
varados en Costa Rica, esos que como él dejaron todo atrás por fantasías
enlatadas. O de los que andan buscando techo y comida en México a la espera de
que aparezca quien les facilite el dinero para pagar el traslado hasta la frontera.
Como Odiseo, el héroe griego sobre el que tanto cantó
Homero, algún día mi amigo emprenderá su viaje a Ítaca, esta Ítaca donde la
circunstancia del agua por todas partes nos hace buscar fuera, más allá, del
otro lado. Siempre así, aunque duela: siempre extranjeros en tierra ajena.
En su viaje, mi amigo –que desde entonces no sé si
sigue siéndolo-, tendrá que sortear otra vez mil y un obstáculos, esos que el
tiempo levanta como murallas infranqueables. El calendario habrá seguido
indetenible y los pequeños detalles que antes podía reconocer ahora la serían
ajenos.
En estos días me preguntaban por él. No pude
responder. Ya ni siquiera nos escribimos porque cada vez hubo menos temas en
común, las palabras se fueron extinguiendo de a poco en cada correo enviado.
Las rutinas, diferentes también, nos fueron jugando la mala pasada hasta que un
día descubrí que no tenía respuestas, solo preguntas.
Es inevitable, ahora que asisto a la partida de otros
amigos, de otras amigas, pensar que sucederá lo mismo. Abrazar creyendo que
será la última vez, por ese efecto maldito de “se va”, sin segundas partes, sin
la posibilidad segura del regreso. Múltiples las causas, cierto; pero las
historias se repiten una y otra vez en esta isla en plena transformación.
Regresará. Mi amigo regresará un día a buscar un mundo
de pequeñas cosas. Para entonces, nosotros estaremos de este lado o del otro
–no importa, ya no importará. No seremos los mismos. Ítaca tampoco será igual. (Por Eduardo Pérez Otaño)
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