La primera vez que escribà una carta
fue para Fidel. Aun la conservo con todo y sus faltas de ortografÃa. Estaba en
segundo grado y mi padre, fidelista por convicción, me contaba de las grandes
hazañas de aquel hombre, y también de cómo hacÃa cumplir los sueños de todos
los que le escribÃan.
Recuerdo que en poco más de dos
párrafos le pedà tres cosas: una casa más grande para nosotros; un televisor a
color, como el de aquella vecina que no me dejaba pasar más allá de su portal;
y que convenciera a mi papá de que si le llegaba aquello del “bombo”, me dejara
viviendo acá en Cuba.
Ahora que reviso viejos papeles, que
escojo lo que me llevaré en un viaje que me hará cruzar el océano lejos, muy
lejos, me encuentro aquel pedazo de papel donde un dÃa puse mis tres grandes
deseos. Pienso en mi hermana, que va creciendo con un Fidel diferente,
desgastado por el tiempo y los años, anciano. Ya ella no podrá escribir una
carta de aquellas.
Cuando la llamé y le dije “dile a papá
que Fidel murió”, comprendà que el hombre del que le hablaba le era lejano,
incompleto. Pienso ahora en el reto que nos queda, sobre todo a mi generación.
Cuando pasen los años, décadas quizás, seremos los últimos que podamos contar
de primera mano sobre aquellos eternos discursos donde valÃa la pena escuchar,
el halo de grandeza que podÃa sentirse cuando pasaba, las consignas dichas de
corazón en actos memorables donde su presencia era infaltable…
Dicen que Fidel ha muerto, y ahora,
cuando escribo en soledad, comprendo que hay quienes superan a la muerte. En
algunos rincones festejan, mientras en este lado del mundo se llora. Cada uno a
su manera reconoce la grandeza de un hombre que marcó la historia con un signo
propio.
Esta isla, pequeña e insignificante en
tiempos pasados, se convirtió en el centro de los grandes acontecimientos desde
aquel enero en que un pueblo se hizo Fidel. Como ser humano erró. ¿Quién de
nosotros, incluso en el accionar cotidiano, no dice una palabra o realiza un
acto equivocado? Pero demasiada luz hubo, y los agradecidos creemos en ella.
Un amigo, siempre insistente, me
pregunta si por casualidad tendré yo una de esas historias de las que por estos
dÃas se cuentan: le describo entonces la vez en que escribà la segunda carta.
Fue en el 2006. Cargué con ella en mi bolsillo sin saber que en aquella ocasión
podrÃa dársela personalmente. Fidel me saludó. Me dijo algunas palabras, pero
la carta siguió en mi bolsillo, cargada de sueños.
Y ahora, cuando dicen que a la tercera
va la vencida, hago otra carta. No la enviaré, como ninguna de las anteriores,
porque en ellas le escribo a un Fidel que aprendà a querer a mi manera, y que a
mi manera transmitiré a quienes vengan después de mÃ.
Cuando pasen los años y ya
inmortalizado, cargado de mitos como suele suceder, Fidel ya no parezca un
hombre como otro cualquiera, de carne y hueso, mortal, siempre podré regresar a
cada una de aquellas misivas, escritas un dÃa, para un amigo. (Por Eduardo Pérez Otaño)
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