En dos dÃas viajaré a México. Al México lindo y bonito de las canciones de mi infancia. Por primera vez dejaré atrás esta Isla rodeada de agua por todas partes, de malditas circunstancias por los cuatro costados, como dirÃa Virgilio Piñera.
Nunca ha sido mi obsesión salirme de esta tierra. Como a todos mis contemporáneos, el efecto Isla me ha golpeado despacio pero insistentemente. Y aunque no me ha desgastado como a otros, ha hecho sus mellas.
Regresaré, porque es la mejor forma de volver a salir; y porque creo -estoy convencido- de que siempre seré extranjero en cualquier parte. Dependo de la gente que me rodea y me quiere -incluso de los que no-, de ver el mar, de soportar los apretones en las guaguas y los precios “apretadores” de los almendrones. Porque acá está mi familia y está todo lo que conozco desde que nacÃ.
Ayer me senté a hablar con el malecón, y conmigo mismo, y con un amigo, y con todo el que pasaba. Y me pregunté mil veces si debiera quedarme o no, si como mi padre, me arrepentiré a la vuelta de los años de no aprovechar la oportunidad para cruzar la frontera al paÃs donde -todavÃa y quizás por ahora- somos bienvenidos como héroes-desertores-exiliados.
Mi padre me cuenta a cada rato acerca de aquella vez en que, en medio de los acontecimientos del Mariel, le invitaron a montarse en el carro que lo llevarÃa hasta el puerto, y del puerto a los Estados Unidos. Todos llegaron. Todos han venido de visita una y mil veces. Pero mi padre nunca se fue. Y como él, esta vez tampoco me iré.
Amigos me lo han preguntado y siempre digo igual: yo vuelvo. Porque en esta Isla está lo mÃo. Porque es en esta Isla donde quiero estar. Porque es de esta Isla de donde quiero salir para siempre regresar.
Y si mañana cambio de parecer nadie podrá tildarme de vende-nada. Las circunstancias cambian, siempre cambiarán. Ahora estas son las mÃas, y mi respuesta -por ahora- será igual. (Por Eduardo Pérez Otaño)
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