Siempre hay
una canción de otoño, del ocaso de una larga vida que merece todos los
reconocimientos y bendiciones, o como dice Pablo, muy cerca de mi ocaso / yo te bendigo vida / porque nunca me diste ni
esperanza fallida / ni trabajo sin gustos / ni pena inmerecida. / Porque veo al
final / de mi rudo camino / que yo fui el arquitecto / de mi propio destino. /
Que si extraje las mieles o la hiel de las cosas / fue porque en ellas puse / hiel
o mieles sabrosas. / Cuando planté rosales / coseché siempre rosas.
Muchos y
extensos rosales han plantado dos hombres de extraordinaria valía a lo largo de
sus fecundas vidas artísticas y por ende han cosechado siempre rosas, en
abundancia por estos días. Un pretexto los unió el pasado 17 de enero: la
música o mejor, un sueño convertido en música viva, un sueño de veinte años de
antigüedad.
Las notas y
los aplausos para dos grandes: Pablo Milanés y José María Vitier. El primero
agradeció públicamente la oportunidad que...
le brindaba el segundo, este a su
vez, aseguró que su carrera se ha inspirado en la obra del trovador, y asegura
que:
«La
voz de Pablo, generosa siempre y crecida con los años. A veces contenida e
íntima, pero también, de pronto, torrencial y desbordada, parece recorrer y
develar el secreto de estos versos y lo hace diríase con apasionada
naturalidad, como quien, desde siempre, bien conoce y ejerce los oficios del
cariño, el ritual de los abrazos, el júbilo, la lágrima, la ilusión invencible
y la promesa eterna del amor»
Canción de otoño
es el resultado del encuentro trascendental entre Vitier y Milanés. Un Teatro
Nacional colmado se vistió de plácemes en la intimidad de un concierto que anunciaba
desde su comienzo ser en sí mismo un acontecimiento sin igual en la historia
cultural de la nación.
Desfilaron,
entonces, textos de Eugene O´Neill, Rubén Darío, Federico García Lorca,
Salvador Díaz Mirón, Cintio Vitier, José Martí, Fina García Marruz, Gabriela
Mistral, Pablo Milanés y José María Vitier, todos convertidos en música para
los oídos y alimento para el espíritu.
El tiempo
resultó corto y el Nacional demasiado pequeño para tanta gratitud colectiva. Hubo
quienes abrazaron, lloraron, rieron… e incluso los que aun no pueden definir el
cúmulo de sensaciones vividas aquella intensa noche. El arte tiene ese extraño
privilegio: el de convertirnos en sujetos de sus designios, el de hacernos
perder toda voluntad propia, toda capacidad de reaccionar lógica y
coherentemente a lo establecido como socialmente aceptable.
Y al final de
la noche fuimos todos un poco más felices, mejores seres humanos. Y todos
quedamos convencidos de que habíamos sido merecedores de una oportunidad única,
irrepetible. (Por: Eduardo Pérez Otaño)
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