Por Laura Carril Herrera
Una
rara enfermedad
No son solo los adolescentes y jóvenes
de barrios marginales quienes sufren de este mal. Un extraño virus, cuyos
síntomas más preocupantes son la apatía, la mala educación, la vulgaridad y las
conductas destructivas y agresivas, se expande con rapidez entre todos los
grupos etarios y estratos sociales.
Necesario se torna acotar que este mal
no es inherente a nuestra sociedad cubana. Aún quedamos seres humanos
conscientes y críticos, capaces de observar los problemas, advertir su gravedad
e incluso vislumbrar esperanzas y soluciones entre los escombros de una moral
derruida luego de tantos años de descuido.
A pesar de los innegables avances de
nuestro país en cuanto a instrucción, esto no garantiza la buena educación, la
que se enseña desde pequeños, en la casa, y no solo con la palabra, también con
el ejemplo. Podemos hablar de porcentajes y estadísticas, índices de desarrollo
humano, programas comunitarios, estrategias de vida, censos e investigaciones
que comportan grandes inversiones de recursos por parte del país… pero los
datos que estas arrojen, esas cifras, son solo dígitos. Y ningún número, por
exacto que sea, es capaz de abarcar con toda precisión esa dimensión humana de
los problemas, esa que cambia como cambia la gente y el contexto.
Lo mejor de esta “enfermedad” es que
tiene una buena prognosis; de hecho, es curable. Lo mejor, diría un amigo,
estudiante de Medicina, es la profilaxis, “prevenir para no lamentar”. La
vacuna perfecta es una buena formación de valores, los cuales se adquieren
desde la cuna: el respeto, la amabilidad, la capacidad de escuchar y dialogar,
la intención de decir y hacer lo correcto.
Pero si la dolencia está ya muy
avanzada, siempre se pueden tomar otras medidas. Mi abuela opinaría: “¡A esa
gente hay que mandarla para la caña!”. Sin duda esto traería beneficios
económicos para el país, pero no sería una solución. Porque una opinión, un
pensamiento, una actitud negativa, reaccionaria, destructiva, no puede
cambiarse a través del castigo. Al menos no en primera instancia.
Las experiencias
nos hablan de ello. El trabajo forzado lograría apartar de la sociedad a
aquellos que perjudiquen a sus semejantes o a los bienes materiales conseguidos
con tanto esfuerzo. Pero no acabaría con una serie de fenómenos subjetivos,
productos de una forma de ver la vida, una vida que para muchos ha sido dura en
numerosos aspectos, de tipo social, económico y sentimental.
¿Perdidas
todas las esperanzas?
Y volvemos a la manida
frase de “la juventud está perdida”, en boca de gente mayor, asustada por el
“destape” de las nuevas generaciones acerca de la sexualidad, el amor, el
matrimonio, el divorcio, la forma de pensar y ver el mundo…
Pero hemos pasado ya “la
era del camino único”. Frases dogmáticas como “lo correcto es…” y “eso no está
bien” están obsoletas. Es ilógico hablar de verdades absolutas en un mundo donde
paradigmas científicos, otrora infalibles, se derrumban como simples castillos
de naipes, dando paso a otros nuevos.
Volviendo a lo de “la
juventud está perdida”, analicemos críticamente
esa afirmación:
LA JUVENTUD…: Generalización.
Todos aquellos que sean más jóvenes que quien expresa la frase, sin importar su
condición, diferencias o diversidad.
…ESTÁ PERDIDA: Aseveración
contundente, sin vuelta atrás. Entramos en un laberinto del cual no podremos
salir, ni enfrentándonos al legendario Minotauro. Pocas o ninguna expectativa
(¿para qué esforzarse, si de todas maneras nada tiene sentido?)
Esto me
suena a nihilismo barato. Copiando a Nietzsche, estamos diciendo: “la juventud,
el futuro, el mañana, ha muerto”. Ergo,
la sociedad ha muerto o, por lo menos, ya le queda poco.
Por suerte, esa frase no
tiene ningún tipo de respaldo, ni lógico ni científico. Pero, si así fuera, ¿esperaremos
a llegar a la barbarie? ¿Será necesario que comencemos a dar saltos y gritos
alrededor de una olla, lanza en mano, al mejor estilo caníbal, para que nos
decidamos a hacer algo?
Si tan
preocupante es la situación de “la juventud perdida”, ¿por qué seguimos
enseñando valores incorrectos y anticuados a nuestros hijos? ¿Por qué
persistimos en la idea de que las niñas deben vestirse de rosado y jugar con muñecas,
mientras que los varoncitos han de hacerlo de azul y (¡sumamente importante!)
no dejarse tocar la cara por nadie? Si la juventud se pierde, no es de más
nadie la culpa que de los encargados de su educación, de su formación en
valores y normas sociales adecuadas al momento histórico particular.
Esperanzas
Volví a
mirar a ese muchacho, que cantaba sin pudor alguno aquellas frases obscenas. No
sentí ya entonces desprecio por él, pero tampoco lástima.
Sentí
una curiosa mezcla de decepción, rabia, alegría y esperanza.
Decepción
y rabia conmigo misma, por no haberme dado cuenta antes de que nuestra posición
está definida por tantos factores, que difícilmente se tiene conciencia de
ello, y mucho menos de las vías para salir de este “subdesarrollo individual”,
al margen de lo “socialmente correcto”.
Alegría
y esperanza, porque según esta teoría, el día de mañana ese chico podría ser
capaz de escapar de esas ataduras caducas. Escapar de la discriminación en la
que gente como yo, como nosotros, como él, le han obligado a vivir, a crear, a
expresar, a sentir.
Las
puertas se abren. Entra una anciana con aspecto cansado. Ni corto ni perezoso,
el muchacho se levanta y le dice a la señora:
—Mire, mi
abuela, siéntese aquí.
Me quedé
boquiabierta por unos instantes. Entonces sonreí. ¡Qué rápido pueden a veces
cumplirse los pronósticos!
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Comente acá... porque somos de letra corta: