Por Laura Carril Herrera
Viajaba el
otro día en un ómnibus (el P2, mi barco insignia), en un asiento cercano al
acordeón, lo suficientemente cercano como para percatarme, a simple vista, del
enorme agujero que traspasaba este mecanismo. Un abertura tan grande que hubiera
dado fácil cabida a un descuidado pie. Un orificio mayúsculo que, en las horas
de mayor confluencia de pasajeros, pudiera ser la causa de un grave accidente.
¿Qué pudo
haberlo originado? Puramente accidental tal vez, esta rotura. Pero lo dudo.
Igual me ocurre cuando veo un cesto de basura volcado. “Alguien tropezó y lo tiró”
pienso, pues aún tengo fe en el mejoramiento humano. No es así cuando se trata
de un enorme tanque público, sin tapa y sin ruedas, cuyo contenido maloliente
se esparce por la acera y la calle. ¿Quién pudo haber tropezado con tanta
fuerza como para ocasionar tal catástrofe? Únicamente una vaca a toda
velocidad. O un tanque de guerra. Martha Varada, mi querida profesora de la
Secundaria Básica, nos decía cuando alguien del grupo cometía alguna fechoría o
travesura: “Demasiadas casualidades ya no son tan casuales”.
Pero,
volviendo a mi P2, a mitad de viaje subieron al ómnibus, hasta entonces
bastante silencioso —no era un horario tan “complicado”—, varios muchachos de
tecnológico. Datos generales: peinados incorrectos, uniforme incorrecto,
expresión incorrecta, actitud incorrecta… Y estos enemigos de la corrección
traían, apurruñaditos en un celular, a todos estos maravillosos intérpretes de
bellas canciones, de esos dulces temas de reggaetón que, según mi humilde
opinión musical, deberían formar parte de la banda sonora de UN VIAJE AL
INFIERNO, y no de Dante, precisamente.
Es el infierno
nuestro de cada día, querido lector. El infierno de tener que escuchar a
cualquier hora una música que no es de nuestro agrado. El desesperante suplicio
de aguantar, callados la boca, las manifestaciones machistas, homofóbicas,
cavernícolas, anticuadas, obtusas, estúpidas, marginales, violentas,
excluyentes, racistas, cáusticas, groseras, explícitas. Aguantar callados, como
hacía el señor sentado frente a mí. Apretaba los labios en un agobiante intento
por enmudecer a los pensamientos de “¿qué cosa es esto, caballero?”, “¿qué he
hecho para merecerlo?” y “¿hasta cuándo…?”.
“Quimba pa’
que suene” —grosería de moda—, gritaba en ese momento, al compás de la… ejem,
música, un mocoso incapaz de mover una neurona para pensar en lo desagradable
que resultaba para los demás.
Pero, por
suerte para mí y para este análisis, se me ocurrió, por un instante, ponerme en
el lugar de ese muchacho por el que tanto desprecio sentí entonces. Salirme de
mis vestiduras de estudiante universitaria, formada en un hogar amoroso, y de
niña mimada por una familia comprensiva. Y saqué las siguientes conclusiones…
Ponerse en el lugar de otros
¿Nadie se ha
puesto nunca en el lugar del supuesto
malo de la película? Claro, es difícil ponerse en el lugar de una persona que
te resulta antipática por naturaleza. Es duro concederle a una experiencia traumática
o a una condición equis la responsabilidad de aquello que desearíamos fuera
producto de la pura maldad o de la simple inconsciencia. Y es aún más
complicado entender, siendo, como somos la mayoría, seres implicados en la
construcción del mundo mejor, por qué “esos parias” no quieren acoplarse a “lo
que debe ser”, a la perfecta rueda del movimiento social. Llegamos entonces a
conceptos complicados: marginación y
exclusión social.
Se
entiende por marginado todo aquello que se encuentra en la periferia, al margen de un sistema, pudiendo formar o
no parte de este. Está dado por múltiples factores: geográficos, económicos,
étnicos, religiosos, sociales… Normalmente, tiende a creerse que los marginados
se autoexcluyen: conviven en grupos
más bien cerrados, no comparten con otros fuera de estos, y llevan a cabo
prácticas exclusivas de su condición, tradiciones, cultura propia. No obstante,
el comienzo de toda marginación no parte de la voluntad del marginado, sino de
una acción de rechazo por parte de los “incluidos”.
Y
el reggaetón, como tantas otras manifestaciones, es producto de esta
marginación, como lo fueron el jazz, el rock y el blues en su momento, entre
las comunidades negras de Estados Unidos, durante el pasado siglo. La cuestión
radica en que los grupos excluidos —ya sea por su localización geográfica o de
otra índole— deben expresar sus preocupaciones, su mundo, los problemas que los
afectan pero, sobre todo, lo que ven todos los días. Si vemos igualdad, amor,
amistad, nuestra expresión artística así lo reflejará. Si, por el contrario,
apreciamos a nuestro alrededor un clima hostil, machista, discriminatorio… ya
usted se imagina, ¿no?
Siempre
se ha hablado de la capacidad del arte para unificar, hermanar y hacer confluir
para bien lo mejor de nosotros. Asimismo, el arte puede ser vía para hacer
aflorar los valores (o anti-valores) más ruines, los odios más viles. El odio
hacia aquello que nos margina, que nos mantiene fuera del círculo de lo
aceptado, de lo bueno, lo bello, lo correcto. “Eres diferente”, “eres vulgar”, “no eres como
nosotros”, repiten por doquier. Y los resquemores y desconfianzas se
multiplican. Y las manifestaciones negativas no cambian, sino que no paran de
crecer.
Mikis, repas,
frikis, hemos… Todos demandamos formar parte de un sistema. Necesitamos
reglas, un modo de vida, una guía para movernos y actuar en sociedad. Pero si
las reglas imperantes en esta nos marginan, ya sea por nuestra extracción,
posibilidades económicas o incluso aspecto físico, debemos reinventar filosofías,
afiliaciones y gustos que, al menos, nos briden la posibilidad de realizarnos,
en el medio que sea, y como sea.
Mi
experiencia con el Censo de Población y Viviendas podría ser ilustrativa. Fui designada
como supervisora de un segmento perteneciente a la barriada de Lawton, donde
resido; a mi cargo se encontraban tres enumeradores, muchachos de politécnico.
Su fama los precedía. De hecho, entre los otros supervisores, todos estudiantes
de la UH o de la CUJAE, les decíamos “los secuaces”, un término despectivo,
discriminatorio al fin. ¡Ellos eran tan diferentes de lo que aceptábamos! Irresponsables,
malcriados, desobedientes, regados… Nos habíamos olvidado, por cierto, de la
época en que teníamos quince, dieciséis años, y rezábamos para que los
profesores no fueran a darnos clases, para así poder regresar a casa temprano.
Cuando los vi por primera vez sentí un fuerte impulso de
salir corriendo. “¡Qué facha! Deben ser “candela” pensé. Sin embargo, me hice
el harakiri. “Qué todo sea por salir
bien”.
Al principio me costó trabajo lidiar con ellos, pero a
fuerza de charlas motivacionales y “la gran eficacia del buen ejemplo”, logré
que trabajaran correctamente y con prontitud, que lidiaran con todo tipo de
personas tratándolas con respeto, usando esas palabras que en su medio parecían
haberse perdido: “permiso”, “por favor”, “gracias”, “disculpe la molestia”,
“que pase un buen día”…
Debido al constante contacto durante esas diez jornadas
de incesante trabajo, nuestras relaciones se volvieron menos forzadas, más
agradables. Hacíamos chistes e incluso hablábamos sobre temas interesantes. Me
sorprendió ver que, al fin y al cabo, nuestras diferencias eran mínimas, casi
las mismas que pueden existir entre uno de mis compañeros de clase y yo.
Resultaron ser muchachos de buenos sentimientos, capaces de involucrarse en
esta labor de profundo carácter humano. Su “mala fama” procedía de: 1) las
dañinas generalizaciones, sin base objetiva alguna; 2) cierto fundamento real
proveniente de la forma en que fueron educados.
Continúa…
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Comente acá... porque somos de letra corta: