Por Laura Carril Herrera
“…Si te
quieres por el pico divertir, cómprate un cucuruchito de maní”. ¡Sí, claro! El manisero, inmortalizado por Rita
Montaner, la Única, es el paradigma,
el arquetipo del pregón criollo: musical, entusiasta, tropical, pegadizo. La
técnica de los vendedores cubanos es reconocida como el non plus ultra en materia de pregones. Si bien no ha sido detallada
en ningún libro de marketing o
promoción de ventas, no es despreciable a la hora de anunciar productos, ¡todo
lo contrario!
Mi abuela —las
abuelitas y abuelitos son invaluables minas de información— me decía que cuando
era pequeña, mientras jugaba en el portal de su casa, quedaba avisada de la
llegada de los vendedores por sus pregones. “¡Caserita, aguacate, aguacatico
maduro! ¡Uno por tres quilos y dos por un medio!” A este reclamo, la niña
traviesa gritaba a su abuela:
—¡Mamá —pues
así le decía—, por ahí viene “Pelo de saco”!
Con una
especie de turbante ahuecado en la cabeza, dispuesto para que la cesta de
mimbre no le raspara la mollera, el humilde vendedor llegaba, ponía su canasto
sobre el muro del portal de la casa y repetía a mi tatarabuela, isleña de pura
cepa:
—¿No quiere
aguacate, caserita? Uno por tres quilos y dos por un medio —y añadía, como
lamentándose—: Mire que hoy no he hecho ni pa’ la crú.
Si la
respuesta era afirmativa, el hombre debía aguantar estoicamente, con una
sonrisa y la mejor de las atenciones, a que la señora inspeccionara y volviera
a inspeccionar su mercancía, hasta dar con el fruto que buscaba. Le pagaba
entonces los tres quilos correspondientes, y el aguacatero seguía, calle abajo,
repitiendo su letanía: “¡Caserita, aguacate, aguacatico maduro…!”
También pasaba
por la casa el anciano chino vendedor de pescado, vestido con camisa y
pantalones cortos, muy limpios, y calzado con sus alpargatas, aquellos zapatos
de trapo, que a mi abuela daban tanta risa. Aquel viejecito de aspecto
debilucho, llevando su carretilla, recorría kilómetros todos los días
pregonando: “¡Selucho, palgo, saldina!” con el estoicismo de un Buda.
Hoy en día, el
pregón no se ha quedado estancado. Prosigue con su evolución cadenciosa, al
ritmo de las nuevas técnicas y la reciente apertura al cuentapropismo, que ha dejado
su impronta en nuestro quehacer pregonero. Además de los antiquísimos y
habituales vendedores de maní, raspaduras, melcochas y caramelos, modernos
mercaderes se han adueñado de nuestros oídos con sus flamantes reclamos.
El ejemplo más
obvio quizás sea el de esos, los enfermos de la “fiebre del oro”. Gritan
constantemente, con meritoria tenacidad el épico “¡cooompro cualquierrrr
pedacitooo de orooooooo!” Y si esto no le resulta un pregón original —pues es
cierto que parecen haberse puesto todos de acuerdo para declamar lo mismo— aprecie
el lector el que oyó una señora hace una semana, mientras iba al mercado, y que
me fue trasmitido literalmente:
“Compro cualquier muela, colmillo o diente de oro, ya sea
enchapado o macizo, y pago al momento si es preciso.”
A pesar de la
rima algo defectuosa, la creatividad y capacidad poética del personaje es
loable. ¿Quién sabe cuántos talentos de las letras caminan por las calles,
poniendo en sus bocas palabras tan acertadas?
Curiosos son
también los pregones acompañados de errores de pronunciación o deslices
gramaticales. Algunas veces, las mutaciones lingüísticas provienen de algún
trastorno del habla del que pregona. Tal es el caso de esa muchacha que vendía
guarapo en un timbiriche cercano a mi morada. Su estentóreo grito: “Guayapo, guayapo fyío” llenaba los
amaneceres de alegría, y de algunas blasfemias también, especialmente de
aquellos que habían sido interrumpidos en lo mejor de su sueño. Valga aclarar
que este es un muy verídico anuncio —cualidad indispensable, a mi entender,
para que sea un buen pregón—: el guarapo estaba bien frío. De hecho, era más frío
que guarapo, puesto que era más hielo
que jugo de caña.
Los carritos
de helado, recién aparecidos, son la alegría de los niños y, para los que ya no
son tan niños, una tortura china. Cuando era pequeña, mi tía abuela me contaba
que los hijos del gigante asiático torturaban a sus enemigos amarrándolos y dejándoles
caer sobre la frente una gotita de agua; luego de haber caído cien, quinientas,
mil gotitas, supongo que la víctima se sentiría al borde de la locura. Cierto o
no, el efecto se debe de haber parecido bastante al dolor de cabeza, la
irritación y descontrol que me causan los soniditos estridentes de los que me
parecen cientos, miles de carritos, en contubernio para descascararme los
ánimos. No me parece que puedan ser calificados de pregones, pero los he incluido
en este panfleto, solo para hacer alusión a mi martirio.
Otros pregones
incitan la libido de los compradores, especialmente si la clientela es
masculina, pues se ha comprobado que las mujeres resistimos más a estas
tentativas. Recuerdo a un vendedor de carne de puerco que tenía su quiosco a
dos o tres cuadras de casa. Preguntaba, con insistencia malévola, a los que se
acercaban a su tenderete: “¿Qué tú prefieres: una mujer en tanga, o una pierna
de puerco?” Y él mismo se respondía, igual que Lindoro frente a sus espejos: “Pues
yo prefiero el pernil, porque mujeres he tenido muchas”. Con todo y la actitud
machista de su argumento, el chiste parecía tener su gracia… y vendía su
producto, que era lo importante, ¿no?
Están también
los que, en su bicicleta, recorren diariamente una misma vía, anunciando: “dulce
de leche, mantequilla, queso crema”, “floooooorerooooo, floreeeees” o “barras
de guayaba, mermelada, casquitooo”, en fin, todos los derivados del
multifacético cítrico.
Pero la palma
se la ganó un chico que ofrecía lechugas en un agromercado local. Su único
producto, la verdura ya citada, no tenía demasiada demanda (en contra de este
vegetal, que me fascina, mi abuela, por ejemplo, argumenta la importancia de
lavarlo muy bien, por culpa de los bichitos, las bacterias, etc.), así que el
ingenioso joven ideó un genial pregón, que entonaba con una bien lograda voz de
barítono:
—¡Arriba,
compre lechuga vitaminada, anticatarral, anticancerígena! ¡Corra, corra, que se
acaba!
El pregón es
patrimonio cubano, y tan trascendental como lo son la rumba, la trova, el son,
las ruedas de casino, el arroz congrí, el puerco en púa, el ron —strike o en traguitos—, los olorosos
habanos, las tertulias, los piropos picantes y de doble sentido, los boleros de
románticas letras.
Les dejo, pues,
este pregón que escuché hace unos días, mientras caminaba por las calles de
Luyanó, vadeando huecos y saltando alcantarillas destapadas. Me impresionó su rimbombante
discurso, su “superlativa superlatividad”, como diría un amigo amante de las palabras
largas. Una señora con su cajón de tamales decía a voz en cuello:
“¡Atención, atención, a toda la
población!
¡Llegó la Gallega con su tamalón!”
¿Quién dice
que el pregón pereció? ¿Quién ha dicho semejante falacia? El pregón no ha
muerto, ¡qué va!
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