El pregón no ha muerto, ¡qué va! - La letra corta

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21 de noviembre de 2013

El pregón no ha muerto, ¡qué va!




Por Laura Carril Herrera

El pregón no ha muerto, qué va“…Si te quieres por el pico divertir, cómprate un cucuruchito de maní”. ¡Sí, claro! El manisero, inmortalizado por Rita Montaner, la Única, es el paradigma, el arquetipo del pregón criollo: musical, entusiasta, tropical, pegadizo. La técnica de los vendedores cubanos es reconocida como el non plus ultra en materia de pregones. Si bien no ha sido detallada en ningún libro de marketing o promoción de ventas, no es despreciable a la hora de anunciar productos, ¡todo lo contrario!

Mi abuela —las abuelitas y abuelitos son invaluables minas de información— me decía que cuando era pequeña, mientras jugaba en el portal de su casa, quedaba avisada de la llegada de los vendedores por sus pregones. “¡Caserita, aguacate, aguacatico maduro! ¡Uno por tres quilos y dos por un medio!” A este reclamo, la niña traviesa gritaba a su abuela:


—¡Mamá —pues así le decía—, por ahí viene “Pelo de saco”!

Con una especie de turbante ahuecado en la cabeza, dispuesto para que la cesta de mimbre no le raspara la mollera, el humilde vendedor llegaba, ponía su canasto sobre el muro del portal de la casa y repetía a mi tatarabuela, isleña de pura cepa:

—¿No quiere aguacate, caserita? Uno por tres quilos y dos por un medio —y añadía, como lamentándose—: Mire que hoy no he hecho ni pa’ la crú.

Si la respuesta era afirmativa, el hombre debía aguantar estoicamente, con una sonrisa y la mejor de las atenciones, a que la señora inspeccionara y volviera a inspeccionar su mercancía, hasta dar con el fruto que buscaba. Le pagaba entonces los tres quilos correspondientes, y el aguacatero seguía, calle abajo, repitiendo su letanía: “¡Caserita, aguacate, aguacatico maduro…!”

También pasaba por la casa el anciano chino vendedor de pescado, vestido con camisa y pantalones cortos, muy limpios, y calzado con sus alpargatas, aquellos zapatos de trapo, que a mi abuela daban tanta risa. Aquel viejecito de aspecto debilucho, llevando su carretilla, recorría kilómetros todos los días pregonando: “¡Selucho, palgo, saldina!” con el estoicismo de un Buda.

Hoy en día, el pregón no se ha quedado estancado. Prosigue con su evolución cadenciosa, al ritmo de las nuevas técnicas y la reciente apertura al cuentapropismo, que ha dejado su impronta en nuestro quehacer pregonero. Además de los antiquísimos y habituales vendedores de maní, raspaduras, melcochas y caramelos, modernos mercaderes se han adueñado de nuestros oídos con sus flamantes reclamos.

El ejemplo más obvio quizás sea el de esos, los enfermos de la “fiebre del oro”. Gritan constantemente, con meritoria tenacidad el épico “¡cooompro cualquierrrr pedacitooo de orooooooo!” Y si esto no le resulta un pregón original —pues es cierto que parecen haberse puesto todos de acuerdo para declamar lo mismo— aprecie el lector el que oyó una señora hace una semana, mientras iba al mercado, y que me fue trasmitido literalmente:
“Compro cualquier muela, colmillo o diente de oro, ya sea enchapado o macizo, y pago al momento si es preciso.”

A pesar de la rima algo defectuosa, la creatividad y capacidad poética del personaje es loable. ¿Quién sabe cuántos talentos de las letras caminan por las calles, poniendo en sus bocas palabras tan acertadas?

Curiosos son también los pregones acompañados de errores de pronunciación o deslices gramaticales. Algunas veces, las mutaciones lingüísticas provienen de algún trastorno del habla del que pregona. Tal es el caso de esa muchacha que vendía guarapo en un timbiriche cercano a mi morada. Su estentóreo grito: “Guayapo, guayapo fyío” llenaba los amaneceres de alegría, y de algunas blasfemias también, especialmente de aquellos que habían sido interrumpidos en lo mejor de su sueño. Valga aclarar que este es un muy verídico anuncio —cualidad indispensable, a mi entender, para que sea un buen pregón—: el guarapo estaba bien frío. De hecho, era más frío que guarapo, puesto que era más hielo que jugo de caña.

Los carritos de helado, recién aparecidos, son la alegría de los niños y, para los que ya no son tan niños, una tortura china. Cuando era pequeña, mi tía abuela me contaba que los hijos del gigante asiático torturaban a sus enemigos amarrándolos y dejándoles caer sobre la frente una gotita de agua; luego de haber caído cien, quinientas, mil gotitas, supongo que la víctima se sentiría al borde de la locura. Cierto o no, el efecto se debe de haber parecido bastante al dolor de cabeza, la irritación y descontrol que me causan los soniditos estridentes de los que me parecen cientos, miles de carritos, en contubernio para descascararme los ánimos. No me parece que puedan ser calificados de pregones, pero los he incluido en este panfleto, solo para hacer alusión a mi martirio.

Otros pregones incitan la libido de los compradores, especialmente si la clientela es masculina, pues se ha comprobado que las mujeres resistimos más a estas tentativas. Recuerdo a un vendedor de carne de puerco que tenía su quiosco a dos o tres cuadras de casa. Preguntaba, con insistencia malévola, a los que se acercaban a su tenderete: “¿Qué tú prefieres: una mujer en tanga, o una pierna de puerco?” Y él mismo se respondía, igual que Lindoro frente a sus espejos: “Pues yo prefiero el pernil, porque mujeres he tenido muchas”. Con todo y la actitud machista de su argumento, el chiste parecía tener su gracia… y vendía su producto, que era lo importante, ¿no?

Están también los que, en su bicicleta, recorren diariamente una misma vía, anunciando: “dulce de leche, mantequilla, queso crema”, “floooooorerooooo, floreeeees” o “barras de guayaba, mermelada, casquitooo”, en fin, todos los derivados del multifacético cítrico.

Pero la palma se la ganó un chico que ofrecía lechugas en un agromercado local. Su único producto, la verdura ya citada, no tenía demasiada demanda (en contra de este vegetal, que me fascina, mi abuela, por ejemplo, argumenta la importancia de lavarlo muy bien, por culpa de los bichitos, las bacterias, etc.), así que el ingenioso joven ideó un genial pregón, que entonaba con una bien lograda voz de barítono:

—¡Arriba, compre lechuga vitaminada, anticatarral, anticancerígena! ¡Corra, corra, que se acaba!

El pregón es patrimonio cubano, y tan trascendental como lo son la rumba, la trova, el son, las ruedas de casino, el arroz congrí, el puerco en púa, el ron —strike o en traguitos—, los olorosos habanos, las tertulias, los piropos picantes y de doble sentido, los boleros de románticas letras.

Les dejo, pues, este pregón que escuché hace unos días, mientras caminaba por las calles de Luyanó, vadeando huecos y saltando alcantarillas destapadas. Me impresionó su rimbombante discurso, su “superlativa superlatividad”, como diría un amigo amante de las palabras largas. Una señora con su cajón de tamales decía a voz en cuello: 

“¡Atención, atención, a toda la población!

¡Llegó la Gallega con su tamalón!”

¿Quién dice que el pregón pereció? ¿Quién ha dicho semejante falacia? El pregón no ha muerto, ¡qué va!

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