Por Alejandro Madorrán
Son las cuatro de la tarde y espero
como cada día el ómnibus para volver a casa. La guagua, siempre esquiva a
frenar, se detiene en la parada gracias a la presencia de un inspector. Está
repleta. Llevo una hora esperándola y de ningún modo permitiré que se me vaya.
Las personas a mi alrededor piensan lo mismo.
Por un momento reduzco mi mundo, mis
sueños, mis pensamientos, a simplemente lograr montarme en el autobús. Desaparece
de mi mente la generosidad, la educación,
la civilidad. Lo más preocupante no es solo mi comportamiento, es que todos los
que lograron montarse en la guagua actuaron de igual modo.
Una vez dentro siento el dulce alivio
del soldado vencedor. No me acuerdo ya de la viejita que no logró subir. No me
preocupa la mujer con el niño que está contra el cristal de la puerta. No me
interesan los que quedaron en la parada y que tal vez necesitaban ir a un
hospital. No me conmueven esas cosas, todo es tan cotidiano como despertarse
cada mañana.
Esa tarde fue como cualquier otra, no
tenía nada de especial. Dentro de la guagua la gente gritaba, se ofendía, reía sonoramente,
y se escurría el sudor del cuerpo. Cuando por fin me acomodé y logré relajar mi
mente, me llamó la atención un hombre,
según mis cálculos, de más de sesenta años, de calvicie sacerdotal y frente
amplia, que miraba por la ventana del ómnibus con rostro enfadado. Usaba una
camisa y un pantalón viejos y sucios, llenos de manchas de comida seca. Sus
uñas eran largas y negras, parecían de
madera. Llevaba una bolsa de nailon descosida en su hombro. Expedía un olor
pestilente.
La ironía de la vida parece nunca
dejar de sorprender y enseñar .Me pareció extraño que el anciano disparara
miradas irritadas a quien rozaba su piel o se le acercaba más. Mi sobresalto
tal vez no fuera tanto si me encontrase en un lugar espacioso, pero en una
guagua, con quien sabe cuántas personas dentro, donde respirar es a veces un
reto.
Su enfado creció al aumentar el número de
pasajeros y el interior del vehículo llegar a convertirse en una masa homogénea
y sudorosa. Él no paraba de mirar a todos lados, asustado, irritado,
inconforme. Con voz seca me indicó que me apartara, entre la gente se dirigió
hacia la puerta y en la siguiente parada se bajó.
La naturaleza humana es extraña, tan
desconocida como el cosmos. Ese hombre debió haber experimentado alguna
situación traumática en su vida, tal vez la pérdida de sus hijos o una infancia
difícil. Lo imagino solo en una casa,
rodeado de animales y trastos viejos, caminando por las calles en busca de
comida en la basura y colillas encendidas. Seguramente, él no pudo comprender
cómo la gente se apretujaba, se empujaba y profería obscenidades e insultos.
Aún conservaba la esencia de su condición humana, esa, a la que en ocasiones
renunciamos para subir a un autobús.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Comente acá... porque somos de letra corta: