Me
miró a los ojos con mucha convicción: “es que con Pinar del Río todo es muy
complicado”. Le sostuve la mirada el tiempo necesario para que se convenciera
de que tenía el dinero en el bolsillo derecho. “Ven mañana a las ocho y media o
nueve de la mañana”, me dijo; y me fui.
Foto: Alejandro A. Madorrán Durán |
Un trámite de cinco pesos cubanos se
me convirtió en diez dólares. La espera de unos cuarenta y cinco días se transformaron
en poco más de catorce horas. Nunca hablamos de dinero, precios, tarifas, pero
no hizo falta. Entré en el juego y me sorprendí pareciendo todo un profesional.
Era una cuestión de rutina. Legalizar
un documento para que tuviera validez en el extranjero pero, fatalidad, las
certificaciones emitidas por el Registro Civil de Pinar del Río no pueden ser
aceptadas en La Habana. De este lado a aquel, de la oficina de legalizaciones
al Registro de la capital. Lo demás es historia.
El amigo de mi amiga que, como ella,
vive en un perdido pueblecito de Candelaria, por poco se queda sin dentadura. Ajeno
a tratamiento alguno en sus 27 años de vida llegó a las manos de otro amigo de
mi amiga, y como todo quedó en familia, apenas costó un puerquito asado y un fin
de semana por allá por la finquita del padre.
En el transporte público la clave, me
cuenta otro amigo, es subirte y darle cinco o diez pesos al chofer. No media
contrato. No hacen falta palabras de más. Usted tiene asiento garantizado una
vez llegues a la primera parada del ómnibus.
Cuando él mismo, con conocimientos
extraordinarios en las lides “soborniles”, intentó hacerse camino en La Habana,
la dirección de una lejana provincia se lo impidió. Dice que aquella fue su
graduación con título de oro: del carné de identidad a la oficina del
arquitecto, del gobierno municipal al provincial, del camino principal a los
atajos.
Cuando se le venció la residencia
temporal perdió las esperanzas. Hasta que lo iluminaron y ya en el buen sendero
logró en tres días, cien dólares de por medio, pertenecer al club de los que en
la capital, tratan de abrirse camino.
A veces me da la impresión de que el
soborno se institucionaliza en el proceder cotidiano. El que tiene llega más
rápido o más lejos, el que tiene puede. El que no, que espere, si queda
espacio, si queda empaste, si nos sobra tiempo.
Otra amiga, siempre muy práctica, no
se cansa de decir tras un nuevo descubrimiento soborneril: “sí mijito, sí, esa
es la única forma de poder resolver”. Y ella era de las que discutía en la
terminal de ómnibus, se insultaba cuando por la “izquierda” revendían pasajes
al doble del precio. Aun se acalora, pero ahora de modo más natural. Dice no
querer hacerle el juego, “pero qué remedio”.
Y también se institucionaliza el
desaliento. Lo extraño se vuelve normal. El soborno pasa a ser componente
esencial de tu relación con los otros, con este mundo de sálvese quien pueda y
mientras puedas, o mejor, mientras tengas. (Por
Eduardo Pérez Otaño, publicado en www.eltoque.com)
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