Desde que conocí
los enredos de la Semiótica nunca más he dormido en paz. Existe un mundo de
símbolos e interpretaciones que cada individuo asume a su modo: una vida
paralela a esta rutina de respirar, comer, trabajar y morir.
Un signo
lingüístico tiene un significante: la palabra tiene una referencia material o
casi material. Además, esa imagen fónica responde a un concepto propio: el
significado.
En fin, ¿qué
imaginamos cuando nos preguntan por un carro, una nave espacial o un perfume?
Cada elemento tiene su propia conceptualización en nuestras mentes, solo que
cada cual puede imaginarlo diferente (en cuanto a colores, tamaños, formas,
composición).
Por eso la vida
es tan exquisita y tan injusta a la vez. Siempre existen jerarquías que nos
obligan a asumir decisiones de otros, criterios de otros. Sin embargo, la
semiótica nos permite violar algunas normas a través del
pensamiento: cada cual puede imaginar significados diferentes a partir de un
mismo significante.
Y vale la pena
reflexionar sobre esas cuestiones porque aunque a veces miremos y no veamos, la
esencia de la vida se define en las pequeñas sutilezas. El reto está en saber
identificarlas: cada una de ellas entraña una posibilidad y depende de nosotros
interpretarla correctamente porque pueden transformarse en deudas sumisas y
silenciosas que poco a poco nos superan.
Convivimos con
símbolos, hablamos con símbolos y a veces hasta compramos símbolos. A través de
la Semiótica pudiéramos ubicarlos de acuerdo a diferentes categorías: los religiosos,
los de las tradiciones populares, los símbolos nacionales, los símbolos de la
paz, de la justicia, de la política...
Incluso un mismo símbolo
puede convertirse en muchos significados, según la Semiótica. Esas “categorías”
se entrelazan de acuerdo a intereses, creencias, costumbres, niveles de
interpretación, contextos sociales…
Por supuesto que
los símbolos están ahí para ser respetados. Si pierden su valor como tal no
tiene sentido que sigan considerándose símbolos. Solo que, como el concepto lo
indica,son ellos la representación
perceptible de una idea, con rasgos asociados por una convención socialmente
aceptada. Las reglas las dicta la cotidianidad y los sentimientos de
quienes valoran y asumen esos símbolos.
La gente cree en
lo que desea creer y siente lo que desea sentir. La hipocresía existe. Los
compromisos también. Cada cual reverencia algo y cada cual encuentra un modo
distinto de hacerlo.
Hace poco sentí
la felicidad de un amigo al que le habían regalado una bandera cubana. Siempre
quiso una, pero no podía comprarla… ¿Cuántos cuerpos humanos llevan el tatuaje
del Che? Incluso, su imagen en un pedazo de cartulina, junto a un almanaque
estampado en ese mismo soporte, puede tener un precio de 3.45 CUC (86.25 MN)… No
hablemos entonces de cuadros de líderes y héroes cubanos y latinoamericanos que
explícitamente son utilizados para llenar espacios vacíos en paredes de cafeterías,
terminales de ómnibus, mercados agropecuarios. Espacios que a veces, con la
precariedad de sus condiciones materiales, mancillan el significado de esos
símbolos.
Entonces, ¿cuándo
un símbolo es estandarte y cuándo es un simple adorno o un elemento comercial? ¿Quién
permite o no permite que lo sea?¿Cómo se vela por el respeto a los símbolos? ¿Cuál
es el olor de un símbolo? ¿Cuál es el precio de ser un símbolo? (Texto y foto por Laura Barrera Jerez)
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