Llueve sobre La Habana.
La ciudad legendaria, la de mil batallas, se cubre una vez
más de lluvia. Corre el agua caída del cielo por las calles, las aceras, los
baches, las cloacas, los portales.
La Habana, lugar donde parece haberse detenido el tiempo por
un instante vuelve a sentirse niña otra vez y se atreve a jugar con la lluvia
fría de una tarde de verano. Se siente feliz.
Recuerda lejanos tiempos en que la habitaban españoles
venidos de cualquier rincón de la lejana península ibérica a saquearla, a vivir
de ella. Recuerda también a los ingleses y su asedio. Entonces se sintió
importante. Se sintió codiciada.
Mas siempre guardó un rincón relevante, especial, para los
llegados del África o de Asia. Para los negros esclavos fue tierra de odios,
maltratos, sufrimientos, vejaciones; pero también de raíces, tradiciones,
cubanía.
Por sus calles -las de La Habana- anduvieron personajes
ilustres del arte, las letras, el pensamiento, la política, la economía y
tantas otras ramas del saber humano. Aún siente los pasos de
Heredia, antes de
ser deportado. Las enseñanzas de José de la Luz y Caballero o los primeros
pasos de José Martí.
En sus calles quedan aún marcadas las pisadas de esclavos y
vendedores ambulantes, de ricas damas ataviadas con esplendorosos vestidos, de
caballeros con los más modernos trajes de la época, de las subastas e
impresionantes obras presentadas en los grandes centros culturales, como lo fue
el Teatro Tacón, hoy Gran Teatro de La Habana.
Porque esta ciudad siempre tuvo tiempo para el arte. En ella
han vivido ilustres creadores de todos los tiempos donde no faltaron
arquitectos, pintores, compositores, actores…
Con el nuevo siglo llegaron los norteamericanos y sus
intenciones de hacer de La Habana una ciudad diferente. Quizás de espíritu lo
lograron, pero la ciudad siguió siendo un poquito española. Las fortalezas del
Morro y La Cabaña, los restos de la antigua Muralla que antaño rodeaba a la más
ilustre de las ciudades cubanas, el Castillo de la Real Fuerza y el torreón de
San Lázaro, por solo citar unos pocos ejemplos, lo recuerdan constantemente.
Mas los norteamericano dejaron también su huella artística,
arquitectónica, social… El Capitolio se levanta majestuoso como símbolo perenne
de una ciudad cosmopolita por excelencia.
Y al fin, la Revolución que trajo también, a La Habana, su
cuota de transformación, su poco de cambio, sus ideas de renovación. Entonces
la capital cambió, quizás no todo lo que se quisiera, pero cambió. Se
transformó la vida de la gente, los objetivos, la forma de ver a una ciudad que
parece estar ajena al avance de las
manecillas del reloj.
A pesar de eso, ni los cuatrocientos años españoles, ni los
cincuenta y siete norteamericanos, ni el más de medio siglo de revolución han
podido cambiar esos cimientos que al parecer solo corresponden al tiempo.
La Habana sigue ahí, riéndose de los años, burlándose de
quienes la creen española, yanqui, cubana. La Habana es un poco de todo, quizás
un poco de nada. Es de por sí universal. La Habana es única.
Decía un gran pintor que aunque se trate de hacer el mismo
cuadro por la misma mano dos veces, nunca sale igual. Precisamente así es La
Habana, un cuadro que aunque semejante a otro nunca va a ser igual.
Mientras, llueve sobre la ciudad. Y la lluvia refresca sus
calles, su gente, su memoria. La hace rejuvenecer. Y cuando sale el sol una
nueva ciudad parece haber surgido de la nada. Una ciudad libre de toda
semejanza y comparación. Eso es La Habana, un eterno monumento al tiempo. (Por
Eduardo Pérez Otaño)
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