Tiempo de canturías - La letra corta

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27 de marzo de 2018

Tiempo de canturías



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Tomado del blog Cubaprofunda

Cuando a Eréstamo Fajardín Valdivia intentaron comprarle por un precio exorbitante su obra cumbre, un poema descomunal de 400 y tantas décimas que recitaba de memoria hasta donde le alcanzaba el aire, su respuesta fue tan categórica que más bien parecía el último recurso para no venderla: “Si me ofrecen esa cantidad es porque vale el doble”.

Y se aferró a la libreta con más dignidad que fuerzas hasta que murió en Cabaiguán, sin hijos ni patrimonio, luego de una vejez de torneos, guateques y canturías en las que salió siempre airoso a pesar de su evidente falta de voz.

Fue en uno de esos concursos donde se reveló su talante y verbo ágil para el desafío. Recién llegado de impecable guayabera, no se escondió mucho para afirmar que venía a llevarse el premio. El jurado, herido en su amor propio, lo condenó con un pie forzado que olía a descalabro: persiguiendo los cachorros.

“Se lo pusieron para matarlo”, evocaría luego Abel Amador, un poeta experto en los lances de la rima que ha salvado para la posteridad los 10 versos más difíciles y menos pensados de Eréstamo: Ahora me recuerdo yo/ cuando en el campo vivía/ una perra que venía/ que todo me lo acabó./ Solamente me dejó/ dos tristes gallos machorros/ y compré con mis ahorros/ un arma y maté a la perra,/ y es hoy que voy por la sierra/ persiguiendo los cachorros.

Los jueces lo declararon ganador sin escuchar a nadie más, y ha quedado desde entonces en el imaginario de Cabaiguán como la viva estampa del repentista de pueblo, con instinto nato para los octosílabos y sin alardes de trascendencia, porque hasta el largo poema que llevaba consigo desapareció entre los rescoldos de sus bienes.

Inéditos y casi desconocidos como Fajardín Valdivia, o tocados por la buenaventura de los medios de comunicación masiva, varias generaciones de poetas y cantores, músicos empíricos y de escuela, tonadistas y parranderos, se han afincado en tierras espirituanas para defender una tradición de honda cubanía que, por desgracia, no vive hoy sus años de gloria.

ESPAÑOLA APLATANADA

Antes de que el poeta y músico andaluz Vicente Espinel publicara en 1591 su libro Diversas rimas, con el que se ganó definitivamente la paternidad de la décima, ya habían arribado al Nuevo Mundo en los bodegones de las carabelas los cantos y bailes de la península. Con el Atlántico de por medio se transfiguraron y los acordes adquirieron el matiz montuno de una isla marcada por la ruralidad.

A diferencia de otras regiones del país, donde prevaleció el cultivo de la caña de azúcar y el consiguiente poblamiento africano, la zona de Sancti Spíritus se dedicó desde sus inicios a la ganadería, actividad económica desarrollada en lo fundamental por clanes familiares campesinos.

De modo que fueron estos, con sus recurrentes motivos de jolgorio, los impulsores de una práctica que no sólo se arraigó en fincas y bateyes, sino también entre las callejuelas sinuosas de la ciudad.

Y de tal manera se acomodó la música guajira a las peculiaridades del territorio, que las variaciones tímbricas y estilísticas surgidas en estos lares dieron pie a una nueva variante: el punto espirituano, descrito por el musicólogo cubano Argeliers León en su libro Del canto y el pueblo como muy difícil de interpretar por su sujeción al acompañamiento.

Sin preocuparse mucho por las disyuntivas de expertos, los cultores de la música campesina continuaron entonando sus obras, nacidas de la experiencia y la picardía más raigal del cubano, ya sea en punto fijo, libre o cruzado.

De tal prestancia dieron fe no pocos artistas, en su mayoría autodidactas, nacidos por estos rumbos: Marcial Benítez, el sinsonte espirituano, que popularizara la tonada Palmarito; Evelio Rodríguez Plaza, cantor de la guayabera y de otras 200 composiciones; las décimas antológicas de los tres grandes de Yaguajay: Bernardo Amador (Nano) Yunes, Luis Compte Cruz y José Ramón Mariscal Grandales.

A este último, conocido como el Solitario del Llano, pertenece una espinela que ilustra la hondura filosófica del bardo y que bien pudiera ajustarse al estado actual de las tradiciones montunas, mejor preservadas en el recuerdo que en los bateyes de la región: Yo fui quizás un fanal,/ una gema, un oropel,/ o quizás fuera la miel/ del poético panal./ Algo sobrenatural/ apoderado de mí,/ puede ser que fuera así,/ pero comprendo que hoy/ querido amigo no soy/ ni sombra de lo que fui.

PERMANENCIA EN PIE FORZADO

Lejos ya los tiempos en que bastaban las ganas y unos cuantos instrumentos para armar el guateque, en los campos espirituanos la inmensa mayoría de sus más de 130 000 pobladores prefieren formas de distracción más a la usanza urbana. “Las tradiciones mutan, y las circunstancias que dieron lugar a muchas de las costumbres guajiras ya se han modificado ostensiblemente”, explica el investigador Juan Eduardo Bernal Echemendía, estudioso de la música de Sancti Spíritus.

“En un inicio las limitaciones económicas incidían en el florecimiento de sus manifestaciones culturales autóctonas, porque las canturías eran la única fuente de recreación —agrega el especialista—. Pero al mejorar las condiciones de vida en el campo y abrirse mucho más a las influencias de la ciudad, cambiaron también las maneras de entender lo campesino”.

Con tal apreciación coincide Abel Amador, un repentista de alto vuelo que no solo se ha dedicado a sus presentaciones, sino también a fomentar entre los niños el gusto por la décima. Desde hace algunos años mantiene contra viento y marea un taller en el municipio de Cabaiguán por donde han pasado varias generaciones de muchachos con instinto para la rima.

“Me interesa que no se pierda el gusto por la fiesta montuna, por la improvisación, que es lo más difícil y, a su vez, lo más gratificante”, asegura, mientras escucha las espinelas entonadas por sus pupilos con la voz todavía verde de los 12 años.

No obstante, pese a sus desvelos por enseñarles astucias de poeta curtido, los niños pronto se les escurren de las manos: “Muchos de ellos cuando crecen no quieren seguir en el taller, aunque tengan condiciones, porque la gente les mete en la cabeza que esas son cosas de guajiros, de cheos. Entonces se acomplejan y lo abandonan, pero más por presión que por su deseo”.

El de Abel es un empeño que se multiplica en más de una decena de talleres de repentismo desperdigados por toda la provincia, según datos ofrecidos por la Dirección Provincial de Casas de Cultura.

Sin embargo, no basta con la hora semanal de Palmas y cañas, los espacios reservados para el sector campesino en las parrillas de programación de las emisoras y telecentros del país o las peñas planificadas por las sectoriales de Cultura. Más allá de las políticas instituidas, la realidad demanda nuevos replanteos.

TONADA CON SEGUIDILLA

“La tradición está lastimada porque faltó la continuidad. Muchos de los montunos espirituanos actualmente no están identificados con su música. Los jóvenes nacidos y criados en áreas rurales prefieren bailar con ritmos ajenos a la herencia guajira, incluso en las mismas festividades organizadas en el seno de la comunidad”, asevera Bernal Echemendía apesadumbrado por el destino incierto del punto.

A similares conclusiones había arribado el folclorista villareño Samuel Feijóo en la década de 1960, cuando, en el prólogo a su libro Los trovadores del pueblo, advertía: “La dorada época de la décima criolla y su trovador simpático y errante han decaído ya. Cumplido su apogeo, simplemente subsiste”.

Y habrá de continuar resistiendo con las botas puestas los embates culturales de la ciudad, sin vestidos con pasacintas ni pañoletas anudadas al cuello, pero dando guerra como en la más enconada de las controversias.
(Publicado originalmente en Progreso Semanal)

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