Tomado
del blog Cubaprofunda
Cuando a Eréstamo Fajardín
Valdivia intentaron comprarle por un precio exorbitante su obra cumbre, un
poema descomunal de 400 y tantas décimas que recitaba de memoria hasta donde le
alcanzaba el aire, su respuesta fue tan categórica que más bien parecía el
último recurso para no venderla: “Si me ofrecen esa cantidad es porque vale el
doble”.
Y se aferró a la libreta con
más dignidad que fuerzas hasta que murió en Cabaiguán, sin hijos ni patrimonio,
luego de una vejez de torneos, guateques y canturías en las que salió siempre
airoso a pesar de su evidente falta de voz.
Fue en uno de esos concursos
donde se reveló su talante y verbo ágil para el desafío. Recién llegado de
impecable guayabera, no se escondió mucho para afirmar que venía a llevarse el
premio. El jurado, herido en su amor propio, lo condenó con un pie forzado que
olía a descalabro: persiguiendo los cachorros.
“Se lo pusieron para matarlo”,
evocaría luego Abel Amador, un poeta experto en los lances de la rima que ha
salvado para la posteridad los 10 versos más difíciles y menos pensados de
Eréstamo: Ahora me recuerdo yo/ cuando en el campo vivía/ una perra que venía/
que todo me lo acabó./ Solamente me dejó/ dos tristes gallos machorros/ y
compré con mis ahorros/ un arma y maté a la perra,/ y es hoy que voy por la
sierra/ persiguiendo los cachorros.
Los jueces lo declararon
ganador sin escuchar a nadie más, y ha quedado desde entonces en el imaginario
de Cabaiguán como la viva estampa del repentista de pueblo, con instinto nato
para los octosílabos y sin alardes de trascendencia, porque hasta el largo poema
que llevaba consigo desapareció entre los rescoldos de sus bienes.
Inéditos y casi desconocidos
como Fajardín Valdivia, o tocados por la buenaventura de los medios de
comunicación masiva, varias generaciones de poetas y cantores, músicos
empíricos y de escuela, tonadistas y parranderos, se han afincado en tierras
espirituanas para defender una tradición de honda cubanía que, por desgracia,
no vive hoy sus años de gloria.
ESPAÑOLA
APLATANADA
Antes de que el poeta y músico
andaluz Vicente Espinel publicara en 1591 su libro Diversas rimas, con el que
se ganó definitivamente la paternidad de la décima, ya habían arribado al Nuevo
Mundo en los bodegones de las carabelas los cantos y bailes de la península.
Con el Atlántico de por medio se transfiguraron y los acordes adquirieron el
matiz montuno de una isla marcada por la ruralidad.
A diferencia de otras regiones
del país, donde prevaleció el cultivo de la caña de azúcar y el consiguiente
poblamiento africano, la zona de Sancti Spíritus se dedicó desde sus inicios a
la ganadería, actividad económica desarrollada en lo fundamental por clanes
familiares campesinos.
De modo que fueron estos, con
sus recurrentes motivos de jolgorio, los impulsores de una práctica que no sólo
se arraigó en fincas y bateyes, sino también entre las callejuelas sinuosas de
la ciudad.
Y de tal manera se acomodó la
música guajira a las peculiaridades del territorio, que las variaciones
tímbricas y estilísticas surgidas en estos lares dieron pie a una nueva
variante: el punto espirituano, descrito por el musicólogo cubano Argeliers
León en su libro Del canto y el pueblo como muy difícil de interpretar por su
sujeción al acompañamiento.
Sin preocuparse mucho por las
disyuntivas de expertos, los cultores de la música campesina continuaron
entonando sus obras, nacidas de la experiencia y la picardía más raigal del
cubano, ya sea en punto fijo, libre o cruzado.
De tal prestancia dieron fe no
pocos artistas, en su mayoría autodidactas, nacidos por estos rumbos: Marcial
Benítez, el sinsonte espirituano, que popularizara la tonada Palmarito; Evelio
Rodríguez Plaza, cantor de la guayabera y de otras 200 composiciones; las
décimas antológicas de los tres grandes de Yaguajay: Bernardo Amador (Nano)
Yunes, Luis Compte Cruz y José Ramón Mariscal Grandales.
A este último, conocido como
el Solitario del Llano, pertenece una espinela que ilustra la hondura
filosófica del bardo y que bien pudiera ajustarse al estado actual de las
tradiciones montunas, mejor preservadas en el recuerdo que en los bateyes de la
región: Yo fui quizás un fanal,/ una gema, un oropel,/ o quizás fuera la miel/
del poético panal./ Algo sobrenatural/ apoderado de mí,/ puede ser que fuera
así,/ pero comprendo que hoy/ querido amigo no soy/ ni sombra de lo que fui.
PERMANENCIA
EN PIE FORZADO
Lejos ya los tiempos en que
bastaban las ganas y unos cuantos instrumentos para armar el guateque, en los
campos espirituanos la inmensa mayoría de sus más de 130 000 pobladores
prefieren formas de distracción más a la usanza urbana. “Las tradiciones mutan,
y las circunstancias que dieron lugar a muchas de las costumbres guajiras ya se
han modificado ostensiblemente”, explica el investigador Juan Eduardo Bernal
Echemendía, estudioso de la música de Sancti Spíritus.
“En un inicio las limitaciones
económicas incidían en el florecimiento de sus manifestaciones culturales
autóctonas, porque las canturías eran la única fuente de recreación —agrega el
especialista—. Pero al mejorar las condiciones de vida en el campo y abrirse
mucho más a las influencias de la ciudad, cambiaron también las maneras de
entender lo campesino”.
Con tal apreciación coincide
Abel Amador, un repentista de alto vuelo que no solo se ha dedicado a sus
presentaciones, sino también a fomentar entre los niños el gusto por la décima.
Desde hace algunos años mantiene contra viento y marea un taller en el
municipio de Cabaiguán por donde han pasado varias generaciones de muchachos
con instinto para la rima.
“Me interesa que no se pierda
el gusto por la fiesta montuna, por la improvisación, que es lo más difícil y,
a su vez, lo más gratificante”, asegura, mientras escucha las espinelas
entonadas por sus pupilos con la voz todavía verde de los 12 años.
No obstante, pese a sus
desvelos por enseñarles astucias de poeta curtido, los niños pronto se les
escurren de las manos: “Muchos de ellos cuando crecen no quieren seguir en el
taller, aunque tengan condiciones, porque la gente les mete en la cabeza que
esas son cosas de guajiros, de cheos. Entonces se acomplejan y lo abandonan,
pero más por presión que por su deseo”.
El de Abel es un empeño que se
multiplica en más de una decena de talleres de repentismo desperdigados por
toda la provincia, según datos ofrecidos por la Dirección Provincial de Casas
de Cultura.
Sin embargo, no basta con la
hora semanal de Palmas y cañas, los espacios reservados para el sector
campesino en las parrillas de programación de las emisoras y telecentros del
país o las peñas planificadas por las sectoriales de Cultura. Más allá de las
políticas instituidas, la realidad demanda nuevos replanteos.
TONADA
CON SEGUIDILLA
“La tradición está lastimada
porque faltó la continuidad. Muchos de los montunos espirituanos actualmente no
están identificados con su música. Los jóvenes nacidos y criados en áreas
rurales prefieren bailar con ritmos ajenos a la herencia guajira, incluso en
las mismas festividades organizadas en el seno de la comunidad”, asevera Bernal
Echemendía apesadumbrado por el destino incierto del punto.
A similares conclusiones había
arribado el folclorista villareño Samuel Feijóo en la década de 1960, cuando,
en el prólogo a su libro Los trovadores del pueblo, advertía: “La dorada época
de la décima criolla y su trovador simpático y errante han decaído ya. Cumplido
su apogeo, simplemente subsiste”.
Y habrá de continuar
resistiendo con las botas puestas los embates culturales de la ciudad, sin
vestidos con pasacintas ni pañoletas anudadas al cuello, pero dando guerra como
en la más enconada de las controversias.
(Publicado originalmente en
Progreso Semanal)
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