Por Yassel A. Padrón Kunakbaeva
Tomado del blog La luz nocturna
No hace mucho
tiempo tuve la oportunidad de compartir con un joven de ideas liberales, con el
que entablé una larga conversación de política. Fue una oportunidad para entrar
en contacto con alguien que maneja un imaginario diferente al mío. Para él los
ejemplos de movimientos antisistémicos había que buscarlos en la Polonia de
Solidaridad, en República Checa o en la primavera árabe. Me mostró libros dónde
había estadísticas sobre cuál era el índice de efectividad de la desobediencia
civil en diferentes situaciones. En fin, tuvimos un buen choque de ideas.
Estadísticas
para explicar revoluciones. Revoluciones naranjas, azules, verdes o pardas.
Para un joven cubano, que ha escuchado sobre la penosa y larga marcha de los pueblos
latinoamericanos, que sabe cuánta sangre costó la independencia de su patria,
esas revoluciones de colorines no pueden pasar de ser un chiste.
El fracaso de
los grupos de poder norteamericanos en su objetivo de provocar una revolución
de color en Cuba debería ya alertarlos de que sus análisis están desorientados.
Uno podría pensar que con tanto dinero que le dedican a sus tanques pensantes
podrían haber rectificado sus errores. Sin embargo, se los impide su narcisismo
cultural, que no les deja ver en Cuba las huellas de una revolución genuina de
raíces profundas. Por haber vivido esta isla una verdadera hazaña histórica de
magnitudes universales, hace solo seis décadas, es que posee inmunidad frente a
esas revoluciones prefabricadas.
Es cierto que el
proyecto revolucionario cubano se ha desgastado, se ha visto sujeto a
desviaciones y ha perdido buena parte de su apoyo en las masas. La dura
realidad económica lleva a muchos cubanos a romper con el proyecto y a buscar
una mejor vida por el camino del individualismo. Sin embargo, el poder
revolucionario cuenta con una legitimidad que se construyó a base de una
gigantesca valentía y audacia. Los cubanos saben lo que es un proceso
contrahegemónico verdadero.
Una revolución
se hace enfrentándose a los grandes poderes, a los gigantes de las botas de
siete leguas, y se hace con la disposición de ir hasta las últimas
consecuencias. La última consecuencia, por supuesto, no puede ser otra que la
muerte. Esas revueltas que financia el capitalismo mundial para boicotear a sus
enemigos, revoluciones hechas con teléfonos inteligentes, twitter e instagram,
parecen un juego de niños cobardes al lado de un proceso revolucionario real.
Los cubanos, que pueden constatar eso mejor que nadie, difícilmente podrían
creer en nadie que utilizase esos métodos.
Se avecinan
tiempos difíciles para Cuba. La generación histórica, la que cuenta con la
legitimidad de haber hecho la revolución, va a desaparecer necesariamente. Como
consecuencia, una nueva generación tendrá que ocupar los puestos cimeros del
poder y construir su propia legitimidad. Cuba va a estar más necesitada que
nunca de revolucionarios. Pero no va a ser una revolución de color la que va a
resolver nuestros problemas. La sangre de la revolución tiene que brotar de los
manantiales más puros de nuestra historia, tiene que ser hija del machete
vestida de rojo. El pasado tiene que fundirse con el presente y proyectarse
hacia el futuro complejo, para que Cuba pueda seguir siendo, también en el
siglo XXI, una isla extraordinaria.
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