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Imagen tomada de www.artelista.com |
Por Boris Milián
DÃaz
Camina pegado a la pared agarrando cada superficie como
si le fuera la vida en ello. Recuerda a un asceta que busca una reliquia en la
cima de la montaña mientras avanza por un estrecho desfiladero. Todo en él –ojos,
piel, ropa –cuenta una historia de renuncia y sufrimiento. Con cada paso se
acerca más a su meta para continuar la búsqueda de redención que se le ha
negado por obra y gracia del mundo -a pesar de que la mayorÃa de los mortales
la da por sentada.
Es uno de los tantos borrachos que habitan las calles de
nuestra decadentemente glamurosa ciudad para dar cierre al encanto general que
la posee. Y, como cada dÃa, recorre los portales de vuelta al lugar de donde
salió tras una jornada de trabajo.
No habrÃa que hacer un esfuerzo para imaginarse su lugar
de procedencia. BastarÃa adentrarse en las imágenes que Hollywood brinda de
mazmorras o infierno: lugares obscenamente vaciados de todo rastro de humanidad
o decoro.
Sus historias se reproducen por toda la periferia.
Terminan por concentrarse en los núcleos citadinos para realizar las
actividades económicas que la mayorÃa de nosotros halla demasiado repugnantes
para su dignidad e higiene personal. Desde la recogida de materia prima -por la
que pagan licencia- hasta la mendicidad -común y corriente actualizando el
viejo arquetipo del bufón- sin descontar los eventuales episodios de prostitución
-en caso de las mujeres- cuando los escrúpulos se pierden ante la premura del
deseo de buenos ciudadanos que, tentados por lo barata que resulta la oferta,
las usan y abusan a su antojo.
El objeto de su actividad es siempre el mismo: los quince
pesos que requieren comprarse una de las canecas de ron que expenden los
particulares y cuya calidad varÃa desde muy malo a casi intomable. DifÃcilmente
podemos tildarlos de vagos o flojos cuando se exponen a tanto desgaste fÃsico y
mental.
La mayorÃa de nosotros pasamos de largo al verlos. Son
otra de las idiosincrasias del paisaje, como los basureros, derrumbes o baches inundados.
No notamos ninguna de las historias ocultas ni de los traumas que se esconden
en ellos porque, sencillamente, no nos corresponde hacerlo. Damos por sentado
que uno de los miles de psicólogos, trabajadores sociales u oficiales de
policÃa que salvaguardan nuestra sociedad deberÃa ocuparse de ellos. Para eso
tenemos uno de los sistemas de seguridad social y sanitaria más eficientes del
mundo que avergonzarÃan a potencias económicas. Sin embargo es común el verlos
tirados sin conocimiento en un portal o banco de parque. ¿Cómo se levantan?
¿Acaso lo hacen? ¿Y después a dónde van? Nunca me he detenido lo suficiente
para esperar a que suceda.
Siempre hay algo más urgente por hacer que velar por una
vida humana. Aunque sea alimentarse de la experiencia para escribir un artÃculo
con el que costear vicios más caros y mejor aceptados por la sociedad. Nadie lo
hallará obsceno.
Y, mientras ellos reaparecen dÃa tras dÃa en número
creciente, el mundo sigue su curso. Las mujeres continúan yendo a la peluquerÃa.
Los hombres atendiendo sus negocios o trabajos. Los estudiantes se entregan al
ciclo de despreocupación y estrés que representa el forjarse una carrera. Y la
televisión nos informa de que, a pesar de todo, nuestra sociedad sigue siendo
una de las más humanas que se pueda concebir.
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