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Foto: Alejandro A. Madorrán Durán |
Por Eduardo Pérez Otaño
A mediados de 1989 mi padre cumplÃa los 25 años. De eso
hemos estado hablando un poco en la sala del hospital psiquiátrico provincial
donde lo han internado por una semana. El tema salió a propósito de que en
pocos meses también me acercaré a ese cuarto de siglo que para él representaba
el inicio de un brillante futuro que, a la postre, tuvo demasiadas manchas,
también pocas luces.
Desde que encontró en la bebida la solución a todos sus
problemas –que ni son muchos ni imposibles de resolver- se ha ido convirtiendo
de a poco en un ser irreconocible.
Lo encuentro bajo el efecto de varios medicamentos Le han
administrado algunos calmantes fuertes, luego de estar dos dÃas desintoxicándose
en el Hospital Provincial. En el último año es la segunda vez que ingresa en
este centro y ya todos lo conocen. Lo tratan con familiaridad, como un caso que
pareciera sin solución.
Hemos hablado mucho. Recordamos un poco de la historia
familiar. Acudimos a mis abuelos, al modo en que lograron mudarse de las
montañas al centro de la ciudad, de cuando por poco pierde uno de los dedos del
pie mientras conducÃa los bueyes que halaban un taque de agua hecho de una
palma barrigona.
Llegamos al ochenta y nueve, cuando cumplió veinticinco años
y el futuro se le presentaba prometedor. Se casó con mi madre, construyó su
propia casa, se graduó de dependiente y pasó a trabajar en comercio.
Muchas veces hemos vuelto a aquellos dÃas antes de que nadie
imaginara el perÃodo especial y sus carencias materiales y espirituales.
Desde entonces hasta hoy, cuando casi cumplo también este
primer cuarto de siglo, ha llovido mucho. Mi padre ya no es lo que era, ni
siquiera lo que imaginó que serÃa a estas alturas. La vida le ha ido pasando la
cuenta de a poquito. Las barreras que debió saltarse terminaron por ser
demasiado altas para él.
Tengo recuerdos felices. Muchos. Él también los tiene.
Insiste siempre en contarlos una y otra vez, a lo mejor para escaparse por un
rato de la sala de este hospital donde viene buscando refugio cada vez que un
nuevo problema en la familia necesita ser resuelto. Para él es fácil, siempre
es fácil huir de esa manera.
Inventa enfermedades buscando un poco de atención. Insiste
en que padece alguna enfermedad crónica de uno u otro tipo. Va una y otra vez
al médico esperando que le certifiquen uno de esos padecimientos que le asegure
algún beneficio que no alcanzamos a comprender aun.
Mi padre no fue un hombre descuidado. Lo que sé se lo debo,
en gran medida, a su tenacidad y empeño en que me superara. Lo que soy ha sido
resultado de su insistencia y la de mi madre. Por eso estoy aquÃ, entre estas
cuatro paredes que me sofocan y que a él le sirven de refugio, acompañándolo.
Se acabaron las tres horas de visita. Me despido con un nudo
en la garganta. Tengo ganas de llorar pero sonrÃo, siempre sonrÃo, hasta en las
peores circunstancias. Es triste darme cuenta de que también deberé agradecerle,
a la altura de mis veinticinco años, tener bien claro lo que no quiero ser.
(Publicado en www.eltoque.com)
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