Por Eduardo
Pérez Otaño
Son las cinco de la tarde y el boulevard de Obispo
está lleno, como siempre. Desde que mejoraron las cosas con los del Norte, hay
cada vez más turistas en esta zona, resultado de la llegada casi diaria de
cruceros y de la multiplicación de los vuelos hacia Cuba. Una niña se acerca y
en algún idioma desconocido le habla al hombre que pretende simular al
Caballero de ParÃs. No se mueve. No se inmuta. Parece no respirar.
El dinero cae en la lata colocada frente a él y de la
nada inicia una secuencia que recuerda al viejo personaje devenido en sÃmbolo reciente
de la ciudad colonial. Este, a diferencia del modelado en bronce, cobra vida
cuando siente el tintineo de las monedas o el inconfundible color de los
billetes.
Desde temprano anda por estos lares. Su faena comenzó
muy en la mañana y aun no cesa. Se inventa los mil y un recursos para permanecer
inmóvil, porque cada gesto vale. Extiende la mano y saluda a la pequeña. Luego
se inclina y hace un amago de abrazo. Le coloca la barba a la altura de su
tamaño y vuelve a su posición original. La foto de recuerdo y el adiós.
Ya llegan otros a quienes los gestos de la pequeña han
llamado la atención. Estos son nacionales, al parecer de provincia. Traen dos
niños inquietos, juguetones, curiosos. Se acercan al viejo caballero de ParÃs
transmutado en un ser en apariencia sucio, mugroso, revestido de traje color
oscuro, devenido en curiosidad para los infantes.
Quieren que la estatua se mueva, los toque, les
salude. Uno de los padres mira la vasija frente al hombre, busca en la cartera,
no encuentra. Pide a uno de los acompañantes con cara de preocupación, urgiéndolo
antes de que los pequeños se impacienten. El otro mete la mano en el bolsillo,
saca el billete y lo coloca en el cofre improvisado.
Cobra vida el Caballero de ParÃs. Se mueve un paso,
sonrÃe a los padres y se coloca para la foto. Por diez pesos cubanos se salta
el saludo, la inclinación de respeto, la mano sobre la cabeza
de los niños, la posibilidad de tocar su barba y jugar con él.
Decepcionados, unos y otros se apuran en el trance de
la foto. Agarran a cada uno de los pequeños y los halan. Ellos no entienden. No
pueden entender por qué el “viejo que no se mueve” no los quiere a ellos, no
les hace caso.
-Son cosas de las estatuas, que son asà de pesadas-
dice uno de los padres.
-Son cosas de billetes- dijo el otro mirando hacia
atrás, quizás para que los pequeños no escucharan, quizás para remarcar la
decepción.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Comente acá... porque somos de letra corta: