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Foto: Alejandro A. Madorrán Durán |
Por Eduardo Pérez Otaño
Soy un sobreviviente y no soy el único. No me considero tan
especial como para creerme tamaña tontería. Vivimos en una isla de
sobrevivientes, cada uno a su manera y a su ritmo, pero sobrevivientes al fin y
al cabo.
Mi historia es una más entre muchas historias. La pinta de un
tigre al que le sobran demasiadas rayas desde hace bastante tiempo. Y no cuento
un poco de todo eso para que otros se compadezcan, no hace falta.
Cuando vine al mundo, allá a inicios de los noventa, salíamos
de la etapa dorada para entrar en esa otra donde “ahora sí construiríamos el
socialismo”. Nací bajo el signo del sálvese quien pueda, en lo material y en lo
espiritual; en aquella época cuando el dólar estaba penalizado y la libra de
arroz llegó a costar ciento cincuenta pesos.
Cuentan mis padres que fue duro. Muy duro. De a poco, paso a
paso, la ideología de la supervivencia se fue imponiendo. Todo atisbo de
idealismo se fue mucho más pronto de lo que tardó en formarse. Nos fuimos
convirtiendo en luchadores del día a día.
Cuando tuve un poco de razón casi se extinguían los
muñequitos rusos. De aquel viejo televisor Caribe solo recuerdo los golpes
insistentes para estabilizar la imagen y los deseos constantes de ver en
colores, como la vecina que hacía poco tiempo se había casado con alguien del
emergente sector turístico.
Luego nos fuimos para el campo porque no había de otra en la
ciudad. Dos años entre tierra y animales me convirtieron en improvisado
sembrador de arroz, recogedor y ensartador de tabaco, regador de siembras de
tomate, ají y pimientos; sobreviviente en medio de la tempestad de la cual
todos aspirábamos a salir.
Mejoraron los tiempos y pude concentrarme en estudiar. Del
pan con aceite, cuando lo había, pasé al muy oportuno almuerzo del
seminternado. Ya para entonces mi hermana y yo habíamos sensibilizado corazones
vendiendo cuanto nos cayera en las manos. Mis padres nunca bastaron para tantas
bocas en casa y nosotros aportábamos hasta donde podíamos.
Años pasaron hasta que comprendí que la vida podía ser otra
cosa. Aquellos tiempos se me presentan en todo momento. De ahí saco parte de
las fuerzas para aferrarme a la idea de que ha valido la pena tanta escasez, la
mayoría de las veces más material que espiritual, pero escasez al fin.
Nunca faltó en casa el libro. Mi mamá, casi analfabeta, nunca
los hojeaba, pero insistía en que le leyéramos mientras ella intentaba armar en
la cocina algo para la noche. Mi padre, mucho más instruido, velaba porque
escribiéramos correctamente y nos formáramos, no importa que los zapatos
estuvieran cien veces remendados o los pantalones descoloridos.
Ahora comprendo que hemos sobrevivido, de alguna manera. No siempre
como quisimos; pero sí como pudimos. (Publicado en www.eltoque.com)
Muy atinado su escrito, le felicito. Por esas experiencias pasamos muchos y lo que fortalece es haber sido sobreviviente.
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