Por
Boris Milián DÃaz
Camina llevándose el peso de las miradas aunque no tiene ningún atractivo
especial: todo se ha desvanecido bajo el peso de los años y la dureza de la
vida. Quizás es la ropa reveladora o el aura de sexo, que se despliega en cada
uno de sus movimientos, lo que termina por vencer los condicionamientos, el
recato y el miedo a la muerte llevándonos a confrontarla. La conversación se
torna el formalismo previo a una transacción comercial. ¿Por qué habrÃa de ser
otra cosa? Tan sólo es una de las tantas prostitutas que se mueven lejos del
glamur de las discotecas y zonas turÃsticas. Otro despojo humano lanzado a la
boca de las bestias que mueven la economÃa de nuestro paÃs.
La historia de vida tiende a reproducirse, espécimen tras espécimen, con un
mÃnimo de variaciones: la pobre chica de campo ninfómana y deseducada por las
imposibilidades que la atraparon. Sus justificaciones pueden variar, desde la deficiencia
intelectual hasta la compulsión de la circunstancia, recorriendo el amplio
espectro de particularidades repetidas como son familias o parejas abusivas. Siempre
con una nota de distanciamiento e indiferencia que puede resultar deshumanizante
y no deja espacio más que para su condición de objeto sexual.
La clientela se halla apenas un peldaño por encima de ellas en la escala de
consumo, teniendo los mismos resentimientos sociales e historias de vida
semejantes, pero con la ventaja de ser los que pagan y -por tanto- tener
siempre la razón. Si no bastara, son hombres y cuentan con la fuerza fÃsica
para imponerla. Pueden ser los mismos trabajadores que, dÃa a dÃa, se curten en
la construcción de nuestro sueño; nuestra sociedad. Pueden ser los estudiantes
por los que apostamos para trazar los planos de lo que soñamos. Incluso el padre
de esa colegiala tÃmida que se aplica en sus deberes para no decepcionarlo.
Buscar la protección de un proxeneta pudiera parecer una opción viable para
disminuir los riesgo pero siendo un contrato no explÃcito, que presupone la
capacidad para el uso de la violencia de una de sus partes, terminan repitiendo
las mismas historias de maltratos que las llevaron hasta allá. La competencia
en un ámbito al margen de la sociedad puede decantar en eventuales, y hasta
cÃclicos, episodios violentos que parecen dar al traste con el morbo del
imaginario popular.
Además de ser golpeada, asesinada, infectada por una enfermedad de
transmisión sexual, cada noche en la vida de una prostituta está la posibilidad
de ser apresada. ¿Por qué? ¿Para proteger a la misma sociedad que crea a
semejantes personas y se sirve de ellas? El mecanismo de eliminación de
deshechos humanos que se glorifica como institución tan sólo parece reciclar el
problema para devolvérnoslo con más resentimiento y justificación para ampliar
el cÃrculo sobre su propio eje. No es raro encontrar entre ellas a antiguas
presidiarias y hasta reincidentes.
Ver a una en la calle puede ponernos ante la paradoja de nuestra propia
bestialidad. No vemos a una persona ni a la sociedad que la ha creado. Tan sólo
un animal para ser montado y desechado. Y es nuestro propio instinto el que se sobrepone
a todos nuestros condicionamientos y escrúpulos dando un salto hacia el vacÃo
brutal que hemos ayudado a crear. Para volver a la normalidad tan sólo tenemos
que pagar. Y se habrán ido.
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