Imagen tomada de Hoy digital |
Por René Fidel
González GarcÃa
¿quién podrÃa
ser libre en un lugar en el que
el capricho de cada hombre
pudiera dominar sobre el
vecino?
ser libre en un lugar en el que
el capricho de cada hombre
pudiera dominar sobre el
vecino?
Locke
Hace ya unos meses atrás visité una
dependencia del Consejo de Estado de la República de Cuba y vi con asombro cientos
de cartas allà depositadas, también el interminable goteo de personas que
llegaba a entregarlas personalmente. Algunas de las misivas estaban con los
matasellos aún húmedos, otras denotaban en los sobres las evidencias de travesÃas
postales acaso más escabrosas.
Me conmovió de inmediato que el
contenido de la mayorÃa de las cartas que estaban allÃ
abiertas, en lo que parecÃa ser un rÃspido intento de pre clasificación realizado
por silentes y diligentes funcionarias, estaba manuscrito en una impresionante
multitud de caligrafÃas y colores, y no en los negros tipos de las impresoras
que hoy pululan en centros de trabajo y no pocos hogares cubanos, pensé: el paÃs se queja, pero la evidencia de
aquella huella escritural de la antropológica polÃtica de nuestros tiempos me
llevó a responderme: es tan solo la letra
del pueblo, y casi de inmediato, por esos tirones que da la conciencia de
la existencia del otro, me vino a la mente un vecino de cualquier parte del
paÃs escribiéndole sudoroso y dispuesto a su Presidente, como si su carta y
cada rasgo trazado sin el pudor de la mala ortografÃa, fuere adarga suficiente
para poner de rodillas a algún poderoso gigante.
En casa de mis padres alguna vez noté
que a Hugo Chávez, en los lugares y oportunidades más insólitas, muchas
personas – en ocasiones hasta infantes que por su edad no podÃan escribir
– se le acercaban y le entregaban
misivas que éste recogÃa y guardaba, o entregaba a algunos de sus ayudantes,
también que eran gente, por su apariencia, casi siempre muy humilde. Recuerdo
que mi padre me respondió en esa oportunidad, mientras le comentaba el problema
de seguridad que aquello podÃa significar para un hombre que atrajo suficiente
odio de sus enemigos, que al principio de la Revolución, cuando nuestras
instituciones no se habÃan desarrollado lo suficiente, asà pasaba con Fidel y
con muchos de los dirigentes que en aquel entonces caminaban por nuestras
calles.
La palabra queja no tiene, por lo
menos en la Constitución cubana, por lo menos para los constitucionalistas
cubanos, una connotación peyorativa, no puede tenerla: es un derecho ciudadano,
como lo son otros que proclama, reconoce y pretende garantizar el texto de
nuestra carta magna.
Recibirlas, asà como a las peticiones
que hagan los ciudadanos, es para cualquier organismo del Estado cubano y los
funcionarios que en ellos trabajan para el bien común de la población una
obligación, tanto como tramitarlas, investigarlas, darle atención y respuestas
pertinentes y en un plazo adecuado, pero no pocas veces son también la última
esperanza de quienes reivindican la razón y la justicia.
Muy pocas veces reparamos en ello,
pero cuando nuestro pueblo envÃa sus quejas y peticiones a las instituciones públicas,
ya sean gubernamentales o polÃticas, no es solicitando favores y prebendas,
beneficios y privilegios personales, es casi siempre, por el contrario,
apelando a encontrar la justicia que le han negado la arbitrariedad y la
insensibilidad, el oportunismo, la abulia y la indiferencia de quienes deberÃan
servirle. Esa apelación es también una denuncia.
En esa actitud insatisfecha e
irreductible, en esa cultura de la inconformidad y de la búsqueda y consecución
de la justicia que todavÃa integra el patrimonio ético de los ciudadanos
cubanos, más allá del duro peaje que no pocas veces ha pagado – y paga – en su vida cotidiana a quienes han hecho del
ejercicio de funciones públicas un zoológico de sus dogmas, caprichos e
ineptitudes, descansa parte del espÃritu que levantó y sostuvo a la Revolución
en Cuba hasta hoy como una lógica extraordinaria nacida del pensamiento popular
para hacer, por lo menos desde esa perspectiva, del Estado y de la polÃtica,
por primera vez, los instrumentos esenciales de la transformación de su realidad.
El lado oscuro de todo esto puede ser,
sin embargo, un correlato de la impunidad. No es éste un tema escabroso y
difÃcil de abordar, como no lo es ninguno. La impunidad es sobre todo un enorme
fracaso a costa de nosotros mismos, que muchas veces confundimos como una
consecuencia.
Nacida de prácticas antisociales y
marginales aprendidas o validadas por el éxito obtenido en algún momento de la
historia de vida de sus actores, cuando encuentra acomodo y ocasión en cualquier
estructura social alcanza entonces su máxima expresión, ésta vez como una deformación
del poder polÃtico público, opuesta, por su propia naturaleza a la cultura
ciudadana, a la eficacia del Derecho y de las leyes y a la sociedad en su
conjunto, a la que, por eso mismo, intentará defraudar siempre en su zona más
sensible: los valores.
No disponemos de datos suyos en
nuestras estadÃsticas públicas, y muy probablemente no sea un problema y un área de investigación de
nuestras ciencias sociales, puede que porque identificarla como tal, e investigarla,
acaso parezca una contradicción demasiado grande, demasiada amarga, con
nuestras aspiraciones y concreciones como proyecto polÃtico. En cambio, desde
cualquier punto de vista, su importancia como fenómeno es inobjetable, su
existencia innegable.
BastarÃa recordar los casos presentes
en nuestra memoria histórica en que sus actores disfrutaron de ella por
demasiado tiempo para por lo menos intentar meditar en sus peligros y las
condiciones que la propician, y su enorme capacidad para viciar insidiosamente el
funcionamiento de cualquier diseño de institucionalidad previsto a través de
las relaciones endogámicas y las invisibles alianzas y redes de solidaridad que
se producen entre funcionarios al interior de la ecologÃa de las instituciones.
Es sencillo: la impunidad conduce a la corrupción polÃtica.
Esa es una memoria colectiva que se
inicia en la saga de crÃmenes, atropellos y violaciones cometidos a lo largo de
tres siglos coloniales y se extiende Ãntegramente a la experiencia de nuestro
primer ensayo republicano como un poderoso recordatorio de hasta qué punto la
impunidad puede volverse un patrón de éxito y la coartada para hacer de la
vileza y la ruindad, lo abyecto y abominable el método confiable para
alcanzarlo; también de los nichos que le proporciona el irrespeto al otro, la
ambición y el individualismo cuando la ausencia de transparencia, la
acumulación de facultades discrecionales y el monopolio de la toma de
decisiones públicas caracterizan el funcionamiento de las instituciones.
La impunidad necesita, se vale, del
silencio tanto como del poder, aunque siempre tenga hambre de más poder. Si lo
primero es su medio de acción, un recurso por excelencia para flanquear el
civismo, la decencia, el sentido y el bien común, lo segundo lo necesita para
distorsionar y oscurecer la realidad, para violar, atenuar, interpretar, o
crear excepciones y pretextos a las normas sociales y jurÃdicas que burla, o
que usa y crea selectivamente, también para conseguir el manto de la
complicidad colectiva que le urge siempre, para abrumar, anonadar, aislar y
perseguir a quienes le identifiquen y resistan.
Conspira igualmente para desterrar la noción
de empatÃa y la tolerancia de la polÃtica, desprecia la igualdad y la demoniza,
intenta desactivarla para legitimar la noción de la diferencia – y de la
naturalidad e inevitabilidad de la diferenciación social, polÃtica y económica
– mediante la creación de los estatus y
– discretos – privilegios asociados a
las funciones públicas.
La impunidades una suerte de santo
grial del abuso de autoridad, y por eso
intenta pervertir los principios y la ética, para hacerlo los condiciona
y favorece su aplicación circunstancial y casuÃstica. Creará y entronizará de
antemano zonas de justificación, discursos sociales de desmovilización y
desidia en los que el control popular y la rendición de cuentas, la crÃtica y
la posibilidad de la auténtica interpelación pública se vuelva una mascarada, un
ritual dentro de estrategias comunicativas tan inertes y huecas como
complacientes cajas de resonancia, o algo irreverente, inconveniente y
contrario al orden, e incluso al ideal de “cordura” y “madurez” que postula como currÃculo de sus
más aventajados alumnos.
Busca el agotamiento y el desistimiento
para encubrir su ocurrencia, para acallar y descalificar su denuncia endilga generosamente
calificativos de “resentidos” o “criteriosos”, pero cuando se siente amenazada suele
mostrar su rostro más vulgar y soberbio, grotesco, o intentar confundir sus
intereses y necesidades con los de todos, con los tuyo y el mÃo, o con los de
la sociedad y la polÃtica, o con la ideologÃa, es su forma de crear el control
social que le evita exponerse. Su escuderÃa tiene tallada una divisa absurda y
surrealista – como apuntaran hace poco tiempo dos compañeros – pero muy eficiente:
“mientras más pública y evidente sea la impunidad en más impunidad resultará”.
El retrato de la impunidad es de
seguro incompleto sin el de los que la practican y buscan desesperadamente. Uno
sencillo, tÃpicamente minimalista, los podrÃa describir asÃ: “personas pequeñas, cobardes, oscuras y
tristes, que tienen plena conciencia de lo anterior porque perciben la
dignidad, la integridad y la decencia que les es ajena e incomprensible”. Aún
asÃ, en nuestro caso, ese retrato tendrÃa una nota al pie descomunal y precisa
para un estudio más ambicioso: “no son
revolucionarios”, porque para serlo hay que ser primero y ante todo, como
decÃan nuestros abuelos, buenas personas.
DeberÃamos tomar nota de ello en Cuba,
ahora que nuevas generaciones de funcionarios y representantes en todos los
niveles de lo gubernamental y lo polÃtico, electos o no, adquieren, o se
aprestan a adquirir una responsabilidad – cada vez más enorme con nosotros – que siempre estuvo limitada por la presencia
de una generación anterior de revolucionarios cubanos; ahora que parece que la
reforma constitucional pasará muy lejos de asumir integral y decididamente el reto de construir con urgencia el Estado y la
cultura de Derecho que en libertades, garantÃas e institucionalidad nos hace
falta para completar y preservar los esfuerzos y sacrificios de nuestros
abuelos, padres y hermanos, no sea que mañana, esos mismos que ahora sueñan
inconfesablemente con convertir un Estado poderoso y desarrollado como el
nuestro en un parque de diversiones de sus intereses y caprichos, crean que
puedan quitarnos la sonrisa, esa misma alegrÃa que les asusta e insulta y que aborrecen
porque no saben entenderla, o quizás tan solo, porque le falta amor, y lo
saben. (Publicado en www.rebelion.org)
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