Camina el
transeúnte por la avenida Malecón. Entran y salen los barcos con sus cargas de
siempre, con el mismo andar de cualquier otro día. La Habana despierta,
trabaja, se agita y duerme una vez más. Y él ahí: tranquilo, calmado, paciente,
vigilante.
Desde su
rincón mira a la ciudad de mil historias, de infinitos olores, de incontables
realidades. Mira y calla como solo saben hacer los grandes. Aprecia allá todo
lo humano e imperfecto de una Habana que se renueva y reconstituye, que se
dispone a nuevas cabalgatas.
Y sufre, como
todos, los avatares del tiempo, de ese maldito que no da tregua a nadie. El
salitre lo inunda como un mal más, el viento, la lluvia y la intemperie no dan
tregua. Todo es soportable menos el desconocimiento del transeúnte, del barco,
de La Habana.
Solo en un
rincón se distrae. No le importan los que
pasan una y otra vez y no lo ven.
Perdona a quienes lo han olvidado. Todo lo perdona.
Cual guardián
de una bahía que es suya, la protege con desmedido placer. Fiel a su legado
sigue allí, sin importar la hora o el día, velando, protegiendo, confiando.
Es entonces
cuando La Habana, aunque no lo vea, se siente más tranquila. Sus brazos
abiertos, su rostro complaciente, sus ojos que ven todo, allí donde se esconda,
hacen de esta una ciudad un poco más acompañada. Y el guardián seguirá ahí.
Ahora rejuvenecido, remozado, quizás con más compañía, tal vez menos solo.
Esta bahía
podrá seguir con él sin importar los tiempos, incluso más allá. Para unos
continuará como el guardián que siempre ha sido, para otros se erige como el
sublime protector de una ciudad que le agradece, aunque no lo note. (Por Eduardo Pérez Otaño)
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